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Los cuadernos del Aprendiz.

Coincidencias del destino, Co. De, “code”. O Castaneda, Robyn Hitchcok, Manu Astur y nosotros, los viejos guerreros

“En este mundo de dudas tengo una sola certeza: que escribiré canciones día a día –eso espero, por medios divinos o diabólicos– más allá del día que me muera.”
“Ser un tipo moderno significa tener prisas y no apreciar las cosas hasta que las perdemos y quedan lejos en el pasado. Escribir canciones es mi modo de embotellar trozos de mi vida y almacenarlos, para saborearlos en el futuro. Del mismo modo que una tarde húmeda de agosto siempre me transportará al día en que Elvis Presley murió en 1977 y un nublado septiembre me trae algo de 1969; del mismo modo que las condiciones climatológicas, mis canciones –poemas son para mí algo parecido a una máquina del tiempo. De esta manera, “Insanely Jaleous” me convierte en el tipo delgado, compañero embrujado que era en 1979, y “Glass Hotel” me lleva a algún sitio entre la isla de Wright y San Francisco una década después. Sintiendo de nuevo las canciones, viajo a épocas de mí vida en las que yo estaba demasiado ocupado para prestar atención.”
Robyn Hitchcock. Spooked–Manifiesto. Discos LILIPUT

Llamo ‘coincidencias del destino’, code, a esos inesperados emparejamientos que, más allá de lo habitual cotidiano y por encima de la media aritmética, parecen haberse dispuesto para llamarnos la atención sobre la circunstancia, o la coyuntura, que así se revela como especial. Nos incita a pararnos y prestar atención a lo que está sucediendo, fuera o dentro de nosotros. ¿Qué pasa? Esto es algo más que azar ciego y estúpido. Algo o alguien nos está advirtiendo de algún tipo de modificación. Pensemos razonablemente que se trata de una llamada de lo Inconsciente, o de una advertencia del lado derecho del cerebro, para no meternos de patas en la ciénaga teológica. ¿Qué ocurre? Un fuerte aldabonazo, un repentino toque de campanas. ¡Mira, mira; despierta y mira!
No entiendo el “destino” como divinidad abstracta, la Ananké griega o el Fatum, es decir, algo que deba ser escrito con mayúscula y pronunciado con la boca pequeña del temor numinoso, sino como “el conjunto de circunstancias y posibilidades que parecen estarnos destinados según esa forma de ser íntima, esa imagen interior que incluso nosotros desconocemos pero que, en momentos de revelación, intuimos como nuestro ser auténtico: lo que hemos sido en lo más alto de nuestras encarnaciones anteriores, lo que pudimos haber sido según una oportunidad desaprovechada o lo que podremos ser si nuestro esfuerzo, talento y suerte así lo propician”. Algo, en fin, que, de un modo primario, parece hallarse inscrito en esa especie de instinto llamado ‘vocación’. En el destino, así considerado, necesidad y libertad tienden a armonizarse. Y sólo disponemos de un instrumento que nos advierte de sus equilibrios: la felicidad, la vivencia de plenitud, la sensación de estar “realizándose”, como decíamos, en nuestra época, los progres.
Estos días, una de esos code parece habérseme revelado. Primero me llamó la atención el manifiesto de Robyn Hitchcock para su disco Spooked–Manifiesto, recientemente editado en España por LILIPUT Discos, la productora de Manu Astur (joven escritor y productor de cuyo talento esperamos bastante). Algunos conceptos, asaz conocidos, tópicos si se quiere, aparecen expresados con la fuerza y garra precisas para sacarlos del olvido, al que parecen estar condenados en esta época neciamente hedonista. Apunta ahí una especie de imperativo categórico, un deber que, al ser autoimpuesto, como un juramento más allá de la misma muerte, salva al mismo tiempo la libertad personal. “En este mundo de dudas sólo tengo una certeza: escribiré canciones, día a día –eso espero–, por medios divinos o diabólicos, más allá del día que me muera”, afirma el poeta–cantante Robyn Hitchcock (lo de ‘cantautor’ está ya muy visto, ¿no?; aunque creo que hay un término antiguo, preciso y precioso, que expresaba la acción mejor: ¿’bardo’, ‘aedo’?)
Me conmueve esta decisión, subrayada como certeza absoluta. Me recuerda los versos de Walt Whitman: “A mis treinta y siete años y con la salud perfecta, empiezo, y espero no acabar nunca”.
Subyace a la propuesta una referencia a la autentica “virilidad”, que no es exclusiva del macho de la especie ni, mucho menos, del heterosexual (esto, al menos, debemos al feminismo y al movimiento gay). Quizá deberíamos prescindir del término ‘virilidad’, como obsoleto en parte; pero está aún tan cargado de connotaciones de la virtud –el valor, el coraje ante la muerte, el sentido del deber ante la vida, el entender las cosas en su justo término, poniendo el placer al mismo lado que la responsabilidad y la exigencia moral al de la libertad personal, etc.–, que nos resistimos a abandonarlo. En último término, salvaremos todos esos valores para la nueva palabra que encarne al concepto.
Igualmente, detectamos los viejos guerreros, viejos rockeros, en el estilo del manifiesto, con la insinuada crítica al Zeitgeist (“espíritu de la época”), una corriente de pensamiento que nos remite a Castaneda, en la saga de don Juan. Don Juan, el brujo yaqui –como en el caso de Jesucristo, la cuestión de si existió realmente en su tiempo y circunstancias resulta irrelevante–, emprendió, por primera vez, la difícil tarea de convertir a un hombre moderno, un ser urbano, occidental y universitario como Castaneda, en un chamán. El joven estudiante de antropología decide escribir su tesis doctoral sobre las plantas alucinógenas que tomaban los brujos indios. En su ignorancia, se atreve a meterse en el continente desconocido de la brujería, ese sistema de pensamientos y prácticas esotéricas que viene corriendo desde mucho antes de Colón.
Lo primero que Castaneda descubre es que los brujos aún existen y son algo más que viejos locos que venden pócimas inocuas para alivio de los angustiados. A partir de ese impactante descubrimiento, el joven va siendo conducido por don Juan, a través del estudio de las plantas alucinógenas, el peyote y otras que los brujos usan para ponerse en contacto con los espíritus, hasta la esencia de la brujería. A través de una serie de modificaciones que lo transforman en profundidad, va pasando por diversos estadios de desarrollo, que llama “estatutos”. El primero es el estatuto del cazador; el segundo, el del guerrero; el tercero y último, el de brujo u hombre de conocimiento.
Para la gente de mi generación, (entre los cuales se hallaban los Beatles, Rolling Stones y muchos otros ilustres músicos, “Las enseñanzas de don Juan” fundamentaron, a nivel ético y existencial, la deslumbrante revolución que, desde California, se estaba extendiendo por todo el mundo. Una de las más conocidos efectos colaterales fue, como sabemos, la transformación de la música popular, el surgimiento del rock, etc. Los Beatniks, desde sus paraísos californianos, se atrevieron a asomarse al abismo. Al abismo del gran océano, en primer lugar, que salvaron para iniciar un movimiento dialéctico de feedback hacia Asia, y desde allí, al resto del mundo. En otras palabras, me atrevería a decir, iniciaron el mecanismo hacia una auténtica globalidad del espíritu. Hegel estaría satisfecho de esta imagen, me imagino..
El segundo término de la casualidad fue, precisamente, el reencuentro con el viejo Castaneda. Creí disponer de todas sus obras, amén de algunos otros libros y comentarios que intentan sistematizar su pensamiento. Permanecían sus ideas, en mi mente, desordenadas, como debe ser: en el caos vivo de lo que transforma y se transforma. Actuaban como fermento en la asimilación de ideas y eventos históricos, que, de tal modo, eran intuidos como escalas de la evolución hacia la manifestación de la Idea. Por supuesto, carecían de toda legalidad académica, por lo que, al no tratarse de un sistema susceptible de ser explicitado en las aulas, sino vivenciado en las calles, montañas, ríos, mares y desiertos, aparentan borrarse tras cada lectura, tras cada acto en que, subyaciendo como ética, nos ha guiado en la elección de lo impecable. Se diluyen, como modo de encarar la vida, en la misma sombra que envuelve a los acontecimientos que han producido a los jóvenes actuales, con sus rituales de liberación y sus macroconciertos, ceremonias cuasi religiosas en que toman contacto con las totalidades: la generacional –cada joven está encerrado en su generación como en el marco de las categorías Kantianas, y sólo a medida que envejece aprende a liberarse, también, de esa constricción–; la de la humanidad, globalmente sentida, como el océano, en una de cuyas innumerables playas es balanceado; de la Tierra, intuida como lo sólido supuesto y presentida como Madre Gea; y hasta del mismo Cosmos, cuya música divina intenta expresarse y vivirse en las vibraciones, armonías y desarmonías de la música, ya, más que popular, contemporánea.
Por eso, mi sorpresa se convirtió en encanto cuando el otro día encontré, en la sección de rebajas de la librería de Hipercor, uno de esos libros de Castaneda que no había leído. The Active Side of Infinity, “El lado activo del infinito” (ediciones B, S.A., col. Punto de Lectura, Madrid, 2002).
Lo he abierto, anticipando el placer y la sorpresa. Leo apresuradamente la Introducción: don Juan le habla del “álbum del guerrero”: “Cada guerrero, obligatoriamente, colecciona material para un álbum especial –siguió don Juan–, un álbum que revela la personalidad del guerrero, un álbum que es testigo de las circunstancias de su vida” (o. c., p. 21). Se trata de una colección de “retratos hechos de recuerdos, retratos que surgen al recordar sucesos memorables”.
Como siempre, el joven aprendiz se muestra desconcertado; como siempre, el maestro parece ir más allá de lo que las gastadas palabras y expresiones del idioma moderno dicen. Por eso le resulta tan difícil comprenderle: el lenguaje es, para ambos y en esa misteriosa comunicación tanteante, como un panel de cristal translúcido, sucio de polvo, a cuyo través es posible indicar los significados que se revelan y, a la vez, se ocultan.
Para mí, como siempre, la revelación es, más que de algo nuevo, de algo conocido que nuestro conocimiento ha gastado y deteriorado. Para mí, Don Juan, como a su timorato discípulo, actúa a manera de limpìador de cristales, o de rompedor de paneles interpuestos, que en este caso es lo mismo. Por un instante, el significado auténtico, lo nouménico, parece revelarse, en un relámpago que, inevitablemente, se apaga. Pero algo queda tras el cegador atisbo; ese cegador atisbo es la ruptura de la certeza. Así, ahora, la ambigua y un tanto morbosa labor de llevar un diario se me manifiesta como algo diferente, algo en el sentido de una exigente autenticidad. Como le ocurre a Castaneda, el narrador, la exigencia de esa impecabilidad me irrita al mismo tiempo que me arrebata. ¡Cojones! Ahí hay una posibilidad de expresarse más allá de las mariconadas narcisistas de Amiel. Ni yo ni Castaneda sabemos cómo puede ser. Escuchamos al nagual con el ceño fruncido, como el niño al que su maestro le explica las primeras nociones de álgebra –¿Representar cantidades concretas con letras? ¿Y qué mierda tienen que ver las letras con los números, profe?– “Los sucesos memorables del álbum del chamán son asuntos que aguantan la prueba del tiempo porque no tienen nada que ver con él, y, sin embargo, él está en medio de ellos. Siempre estará en medio de ellos, por lo que dure su vida y quizá algo más, aunque no de manera del todo personal.” Esos sucesos, tales historias, tienen “el toque oscuro de lo impersonal”. Al fin, tras hacer varios intentos, anécdotas interesantes pero que aún no llegaban a lo que don Juan exigía, Castaneda acierta, y cuenta la historia de las figuras ante un espejo. Es sorprendente, impactante y triste, “pero lo que la hace diferente y memorable es que nos afecta a cada uno de nosotros como seres humanos, no sólo a ti, como en tus otros cuentos”.
O sea, me digo, dubitativo, una narración que merezca la pena de ser incluida en el álbum de un guerrero está dotada de una intensidad especial. Como la poesía –esa especie de prosa exaltada–, y como las canciones de Robyn Hitchcok –“ Escribir canciones es mi modo de embotellar trozos de mi vida y almacenarlos, para saborearlos en el futuro”–. lo que escribamos en nuestro álbum es algo que trasciende el egoísmo y el tiempo: nosotros, como los demás, podremos saborear esos momentos en el futuro y en el presente.
¡Joder! ¡Es demasiado para seguir leyendo de un tirón! Hay que pararse, sentarse en el rincón de la meditación y ponerse a pensar. Sólo con la Introducción hay suficiente para meditar un buen rato. ¿No creéis?

2 comentarios

pseudónimo -

Curioso, yo he pensado algo, pero a la inversa, ultimamente estoy bastante obsesionado con las "bombas del tiempo", osea; meter en una caja recuerdos y enterrarlos en el jardín para cuando pasen muchos años y nisiquiera te acuerdes de lo que habías guardado. Pero tu bomba y la de RObyn es más artística y menos atómica.