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Los cuadernos del Aprendiz.

Cenizas kármicas


Quien así opinaba respecto a la totalidad, haciendo suya la fórmula einsteiniana de la energía en relación con la masa y la velocidad, era un hombre de unos solemnes cincuenta años y de no mal aspecto. No sólo su voz engolada, sino toda su actitud proclamaba la alta opinión que de su inteligencia y cultura poseía. Podría haber sido un catedrático progresista de tiempos de la República, de aquellos que, como Alejandro Casona, Josep Pla y otros intelectuales famosos, no tenían empacho de utilizar la popular boina para proteger su calva venerable del frío del invierno y del ardor de la canícula; y para compensar ese populismo, añadían a su atuendo un toque de elegancia, que podía consistir en una pajarita —detalle muy oxfordiano— o una simple corbata al cuello de la inmaculada camisa, complementando un buen terno, hecho de encargo, de colores generalmente discretos y con rayas.
Esto era precisamente lo que a nuestro engolado filósofo autodidacto le faltaba para fundamentar un indudable encanto, no exento de veneración: ese toque de elegancia y calidad, que el pueblo solía asociar a la "intelligentsia" con matiz reformista, cuando no claramente progresista o revolucionario. El filósofo, a quien a partir de ahora llamaremos por su nombre, Onésimo, nombre eminentemente redondo y esférico, que empieza con una ‘o’ y acaba en otra: dos sílabas, silbante y nasal, como un rebuzno, encerradas entre dos omegas, expresando así el fin y cumplimiento de toda perfección asnal. Mi suegra, la abuela María del Amor, que siempre estuvo dotada de una fina ironía, dio en llamarle Onesííísimo, poniendo en el esdrujulísimo la expresión de esa autoconfianza y autoveneración, cuyo exceso casi siempre resulta ingenuo y scómico.
Nuestro Onesísimo vestía, en el acto en que lo sorprendemos, pantalón de pana y chaqueta de mahón, con una camisa de rayas que, aunque limpia, se veía ya un poco sobada por las puntas del cuello y las mangas. Su gran cabeza calva, de senador romano, se ocultaba púdicamente bajo una boina en buen estado, la de los domingos y fiestas de guardar, que la otra, la de diario, a más de descolorida y percudida de verdoso musgo, mostraba lunares de pálida piel que resultaba inquietantemente obscena.
Y, sin embargo, había en él algo que impedía que mi sonrisa, mientras lo observaba, se hiciese mordaz. No podía por menos que reír interiormente, pero sin violencia ni filo, de la misma manera que se sonríe uno de la inteligencia de un niño, la cual, por insólita y asombrosa que resulte, ha de ser siempre inferior a la del adulto normal. Como si, de pronto, todo, desde la imagen que proyectaba hasta la ley de su razonamiento, se reconstituyese en un nivel superior de sabiduría, en el que no importaran los pequeños fallos: la vanidad, por ejemplo, la autosatisfacción expresa.
Este pecadillo, la vanidad, es, en el fondo como en la forma, venial, pues aparece como simple reflejo de un espíritu ingenuo y, por consiguiente, capaz de denunciar a su hermana mayor, la Soberbia, que pertenece al ámbito de lo demoniaco, y de la cual, por consiguiente, los humanos estamos exentos; aunque alguno, en determinadas circunstancias, a veces pretende poseerla. El querer ser malo, como el querer ser angélico, denuncia nuestra radical insuficiencia.
Así pues, Onesísimo, a pesar del irónico superlativo que la abuela Amor le había atribuido, resultaba insólitamente ingenuo, casi tierno, en cuanto uno pasaba de la superficie y el primer juicio adverso quedaba moderado por la certidumbre de su bondad esencial; bajo la cual, sin embargo, cuando, sin dejarnos engañar, proseguíamos implacables el análisis, descubríamos su radical egoísmo y malevolencia. ¡Vamos!, que, como casi todos, mostraba poseer una personalidad compleja en su variante homo.
En el ápice del discurso, cuando el flujo, en lugar de hacerle olvidarse de su yo, lo exaltaba a las cimas de la bienaventuranza, frotaba sus manos con delicia, curvaba sus labios en una extática semisonrisa y, mientras en las comisuras asomaba un poco de espumilla, sugeridora de una exhacerbación del gusto, alzaba los ojos al techo, quizá mirando la musa que le hacía correrse. Su voz, habitualmente ronca y rica en inflexiones, se quebraba en melodías pajariles. Uno esperaba estremecido, oyéndole y mirándole, que en cualquier momento apareciese ante él espejo-abismo en cual habría de ahogarse. Pero, nada, minuto a minuto, hora a hora, día a día, seguía desgranando el hilo de su complacencia sin miedo a la hybris.
Pero que las cosas no son como nosotros las creemos, a pesar de la prudencia habitual de nuestro conjeturar, lo demostraba el hecho de que Onesísimo resultaba ser un crítico agudo y, en ocasiones, lúcidamente amargo. Cuando, con su amigo Cesáreo, el de Ca’ Nolo, se sentaba a comer en el comedor de la casa de mis padres, los mercados en Prámara, ambos se pasaban la hora gratamente dedicados a criticar a sus convecinos de Sámara. Criticar es decir poco; despellejar es el término adecuado. Mi mujer, Lupe, mientras cocinaba, en los raros momentos en que no había apuro en la tienda, escuchaba, a través de la ventanilla del tabique de separación de la cocina y el comedor, la conversación de los dos críticos aldeanos. Una confusa mezcla de afectos no le impedía divertirse: interés, ya que la conversación trataba de personas conocidas, en su mayoría clientes de la tienda, que ella apreciaba; pero, a la vez, su pudor le hacia sentir vergüenza propia, por cuanto era consciente de estar espiando una conversación que no era para ser oída por ella, y vergüenza ajena por la increíble maldad y desconcertante hipocresía que ambos hombres exhibían ante ella; sin saberlo por supuesto. El asombro avivaba en mi esposa el fraudulento placer de escuchar tan agudos, ingeniosos y certeros comentarios; asombro, además, de comprobar que el conocido tópico, como tantos otros, se mostraba falso: los hombres eran unos murmuradores tan implacables como las mujeres, y a veces mucho más, como en el caso presente.
Y todo el tiempo –mientras les durase el vino en sus respectivas botellas–, mi buena Lupe oiría la risa nasal y malvada de Onesísimo, puntuando su estilo de pedante untuoso y clerical, risa gruesa, cantarina en sus inflexiones un tanto feminoides, que constrastaban con su tonalidad de bajo profundo. La risa de Cesáreo, el de Ca’.Nolo, más aguda y tontorrona, pero no más malvada, le hacía coro.
¿Deberíamos inferir de esto que Onesísimo era un hipócrita?
No, ni mucho menos. Ciertamente, había en él esa delectación en el mal ajeno, que no sólo mi madre había observado, sino todos los de la casa, además de sus vecinos y los clientes habituales de los domingos; y, no obstante, seguía manteniendo, tanto en el fondo como en la forma, esa extraña ingenuidad, o ambigüedad, no sé..., que nos hacía seguir confiando en él, incluso a pesar del miedo que se generaba en cada cual tras oír una de aquellas sesiones, tan bien descritas por Lupe como “crítica y nurmuración entre comadres malvadas”: .
Esa cierta cualidad infantil procedía, sin duda, de su apariencia física, grande, ampulosa y redondeada. Su carota sonriente exhibía su autosatisfacción de una forma harto natural, lo cual parecía excluir cualquier disimulo y turbiedad. Y, entonces, viéndole y oyéndole saludarnos con tanta prosopopeya y auténtica bonhomía, alegre y confiada, acabábamos concluyendo, para salvarle y a la vez para disculpar, así, nuestra blandura, nuestra injusta elección, que sólo era malvado cuando se hallaba en compañía de otros malvados. Tal ocurría, por ejemplo, en presencia del tal Cesáreo de Ca’.Nolo, una bestia ruin que extraía su menguada energía de la miseria ajena. Y cuando Onesísimo estaba en compañía de personas honestas, actuaba y se mostraba como hombre honestísimo.
Era como si, en esencia, el carácter de Onesísimo Redondo –así se apellidaba, noes broma– reposase, no sobre un firme subsuelo de valores éticos, sino sobre un suelo arenoso que aún conservara la húmeda y viscosa consistencia del pantano primigenio. Falta de personalidad llamarían algunos a este defecto; personalidad acomodaticia, otros; cobardía moral, algunos.
Esta carencia de estructura ósea, como en el caso del pulpo, pondría en coherencia las contradictorias percepciones de él que los demás aceptábamos: cuando se hallaba en presencia, cada uno veía en sus rasgos fluidos un reflejo de su propia personalidad, juzgándole, a partir de aquella instantánea y camaleónica acomodación, como a uno de los suyos.
La sorpresa surgía, matizando la contradicción así revelada, cuando, en un acto de espionaje, inconsciente, como era el caso de mi madre, era pura bondad, o voluntario, en la consciencia de los que recelaban de tanta simpatía, cuando uno descubría aquella otra personalidad cuya existencia ni siquiera sospechábamos.
¡Escúchale, ahí, sumergido en la impunidad del comedor despoblado, conversar con su canallesco amigo! ¡Con cuánta agudeza analiza los defectos de sus convecinos, diseca sus almas, devela sus actos más secretos, juzga y condena sin apelativo! ¡Cuánto placer extrae de la ignorancia, la miseria, la ridícula vanidad de las pobres gentes, que lo consideran, más que un buen vecino, un buen amigo, aquel cuya discreción y sabiduría lo presentan como el confidente ideal, el sabio aconsejador! Pero, ¿acaso es el mismo?, ¿el mismo Onesísimo Redondo, varón de la gran orden de la O?, ¿aquel dignísimo hombre a quien vemos, en los bancos de la misa dominical, darse golpes de pecho arrepentido de sus pecadillos, alzar los ojos a la bóveda de piedra como si, trascendiéndola, contemplase coros angélicos entonando loas al Señor, humillar la cerviz en el instante de la consagración y, finalmente, dar la paz a sus vecinos, a quienes, indudablemente, ama? ¿Es, acaso, el mismo divertido hombrón que coquetea sanamente con las señoras, exagerando sus cloqueos de gallina, alzando sus anchas manos y componiendo gestos feminoides, con ladeos de cabeza y miradas rasgadas a las vacas de las laderas, subrayando, con torpe palmada, el comentario pícaro de la señora a la que, en ese instante, parodia, no sabemos si consciente o inconscientemente? ¿Es posible que sea el mismo prócer que, en las reuniones del concejo, escucha y argumenta con firmeza y convincente profundidad? ¡No, no, no! ¡No puede ser el mismo! ¡Imposible!
Y para hacer soportable la contradicción, acabamos sancionando, irritados, su hipocresía fundamental. Enviamos a la atención una señal de . Lo cual no empece el que, cuando al domingo siguiente acuda a la tienda y se siente en el banco y mire en torno con sus grandes ojos bovinos y su sonrisa complacida, todos, tanto las mujeres y los hombres que se ajetrean ante el mostrador, como los que les servimos del lado de adentro, nos dejemos conquistar de nuevo. Mi hija Cuquín, que se inclina sobre el suave zumbido de la máquina de arreglar medias, observa de reojo al gazmoño Onesísimo, aguardando a alguna de sus divertidas entradas para soltar la risa cantarina, la juvenil frescura limpiadora de su carcajeo de plata. Mi esposa, Lupe, y nuestras hijas Flandria, la mayor, y Mara, la mediana, multiplican sus manos en un eficaz deseo de servir los pedidos de todos las clientes al mismo tiempo, que ya se aproxima la hora de la salida del autobús hacia las aldeas de la parte alta del concejo; también ellas atienden, a medias, a la voz pastosa y clerical del murmurador.
Onésísimo, tras sentarse en el banco con ostensibles movimientos de cadera, destinados a abrirse espacio, comienza preguntando a una de las mujeres más inocentes acerca de su vida y la de los suyos: Las risas ahogan la inútil protesta de la interpelada.
Yo, que sumo los precios de los artículos amontonados en el mostrador, con rapidez de contable, y anoto las deudas, con lápiz de carpintero para que sean indelebles, atiendo a su maliciosa exhibición disimulando una seriedad que no siento. Hasta mi hijo pequeño, Tonín, con su inteligencia endiablada, que a veces meten miedo sus ocurrencias filósoficas, casi nihilistas, casi optimistas revolucionarias, casi fantasmagóricas vampíricas, observa agudamente a Onesísimo: sospecho que lo estudia con la interesada curiosidad de ese científico loco, el doctor Moreau, de la novelita de Wells que anteayer le he sorprendido leyendo. Conjeturo que lo considera como a uno de aquellas bestias humanizadas: un monazo educado a base de consignas, látigo y hormonas, que él, en la figura del loco doctor, ha conseguido transformar en hombre de leyes. ¡El abogado y líder sindical de los infrahumanos, ja, ja, ja¡ Mas, en su fondo, subyaciendo a la fina capa de civilización, manifiesta en su luminosa sonrisa, permanece atenta la malévola y burlona bestia, presta, en cuanto nos demos la vuelta, a hacer muecas y cabriolas a nuestras espaldas.
Sí, no cabe duda: el conocimiento de sus defectos no empece para que nos congratulemos con la expectativa de su picante humor y salsa maricona. Que la risa es una de las más eficaces armas del diablo. Luego vendrá la hora del desprecio, que precede a la de la aniquilación.

Unos años después de su muerte, unos amigos, que regresaban a México tras fracasar la fábrica de pantalones que habían puesto en el polígono industrial de Otero, nos regalaron su perra Snautszer. (No sé bien cómo se escribe: uno de esos endiablados nombres centroeuropeos, o austrohúngaros, como el Swasernagger de los músculos, que uno tarda un lustro en aprender). Era negra como el demonio, bella y coqueta como la misma Lilith, cuya descendiente era; quiero decir que estaba llena de trucos y gazmoñerías mimosas, hábitos de los cuales mi esposa Lupe y yo no éramos responsables en absoluto, ni, creo, tampoco Manolo y su compañera, ambos serios y comedidos en la expresión de sus afectos.
Proserpina –nombre inquietante aunque apropiado, del cual tampoco nos hacíamos responsables– nos conquistó a la primera de cambio. Nos desconcertaba con las alternancias de su humor. Me seguía con la mirada tendida en el sofá de la sala, mostrándome el lomo y los ojos profundos y sesgados sobre su brazo, encogida sobre su ventre, como rehusando e invitando a un tiempo; me recordaba aquella mujer desnuda del canto XIX del Purgatorio, según la ilustración de Gustavo Doré que lo acompaña: Sin duda resulta exagerado comparar una perra con la sirena Circe; pero en algún lugar de la ciénaga de mi espíritu, la analogía no resultaba inadecuada. Otras veces, ladraba, sonreía torcidamente, susurraba frases incomprensibles en un tono bajo, profundo, perversamente femenino. Y cuando, tras una de esas incomprensibles parrafadas, me observaba, estudiando, sin duda, el efecto que su insidiosa propuesta me había causado, me recordaba a un gracioso niño de cuatro años, rubito él, hermoso como un querubín, que en una ocasión, tras dedicarle una sonrisa y algunos elogios, me propuso, así, de sopetón, que nos fuésemos ambos de putas. Entonces, tras sentir tan ambiguos afectos, me daban ganas de coger mi bastón de paseo y dar...me a mí mismo una tanda de palos, ¡por pendejo!
No sé cual de nosotros, si mi esposa Lupe, mis hijas Helena, Mara y Cuquín, mi amado científico loco, el doctor Tonín–Moreau, o yo, fue el primero que tuvo la ocurrencia de llamarla ¡Onensííísima!
Inquietante la teoría de las cenizas kármicas: Arrastramos la esencia de nuestro ser y comportamientos a través de las diversas formas en las que nos encarnamos según los decretos del karma. A lo largo del año cósmico. Hasta que una inflexión afortunada nos facilite la metamorfosis anhelada.

2 comentarios

Pablo S. -

Fantástico, qué envidia...:-)

estefanía -

magnífica prosa. Me ha recordado a Quevedo en ese regodeo del ingenio en su jugo. Hasta cierta simpatía por el engolado Onesísimio he sentido. ¡Mira que acabar convertido en perra!