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Los cuadernos del Aprendiz.

Ray Bradbury. "El enano".

La claridad en Ray Bradbury. Consideraciones en torno a su cuento, “El enano”.

En Bradbury, cada descripción, como si de un parte meteorológico se tratase, no supera las dos o tres frases. Frases precisas, exactas, medidas y pesadas. Esa minuciosidad de lupa hace que el aspecto del mundo, en el instante del acontecimiento narrado, se revele paradójicamente armónico, como un telón de fondo con un paisaje clásico en una obra de teatro del absurdo.
Provee al espectador de la vivencia de hallarse en otro mundo. La realidad absoluta engendra irrealidad: nos hace conscientes de la fantasmagoría de nuestro vivir; abre la conciencia al absurdo, despojándola momentáneamente de lo tranquilizador cotidiano, de lo acostumbrado tópico, lo que ya no necesitamos ver, sino reconocer, y la prepara para recibir la epojé ––el “despojo”, la exención de prejuicios acerca del mundo–, que aquí aparece como vestíbulo para la revelación, como una epifanía.
Ese estilo guarda relación con la esencia del hiperrealismo, que tan buen resultado le ha dado, para poner un ejemplo en la esfera de las artes plásticas, a Antonio López. Esa aguda vivencia de hiperrealidad siempre nos sorprende, como una revelación, como una epifanía.–Griego: la manifestación de la divinidad, (El 6 de enero, cuando la divinidad del niño y el acontecimiento, su nacimiento, fue revelada a los Magos); “cuando el alma del objeto más común se nos aparece radiante”(Stephen Dedalus); “el proceso mediante el cual un acontecimiento corriente o un tópico es transformado en una cosas de intemporal belleza (revelado) por la habilidad del escritor” (D. Lodge)–.
La causa, y su necesidad, sin duda se debe a que estamos acostumbrados a re–conocer los seres ya conocidos; cuando el artista nos los muestra en su inmediatez, en su manifestarse, nos los descubre como nuevos, obligándonos a ver más allá del velo de nuestra pereza cotidiana, esa neblinosa miopía tranquilizadora.
Por supuesto, no podríamos soportar la refulgencia de la epifanía en todos los momentos de nuestra vida. Lo mismo que ocurre con la memoria, que se disipa en su mayor parte para dejar espacio a lo nuevo posible, así ocurre con el sentido que nos hace percibir lo epifánico: necesitamos descansar en lo conocido habitual para que la apertura continuada del foco no nos abrase la mente. Sólo los niños, dotados de su entera energía, son capaces de vivir en plenitud lo siempre nuevo: todos los momentos son momentos álgidos para él; el mundo se les revela en su prístina inocencia.
La mayoría de nuestras vivencias has sido adquiridas en los primeros años. Luego, a medida que crecemos, la suma de conocimientos, de nombres, de ideas universales –en el sentido platónico–, o dicho de otro modo, de clichés mentales, nos permite descansar pero nos impide percibir el ser–en–si. Si, como hace el niño, pudiéramos ver un árbol en toda su unicidad, su irrepetibilidad, en lugar de re-conocerlo sobreponiéndole instantáneamente el cliché, la idea universal que le corresponde, El Árbol, entonces esa percepción prístina, como verdadera epifanía, nos permitiría vivenciar su esencia. Gozaríamos, entonces, el placer de toda revelación cumplida. Aunque, como cuando un ángel nos toma en sus brazos, ese poder acabaría abrasándonos si se prodigase más allá de lo que nuestra pobre mente puede soportar en un día.
En esto, aproximadamente, consiste el método desarrollado por Husserl y sus discípulos: la Fenomenología. Intentaban acceder a la esencia del ser, que de un modo natural se revela en la primera mirada del niño, cuando aún no ha sido formado el yo y cuando, por consiguiente, la diferencia entre yo / ello, dentro / fuera, conciencia / materia, todavía no ha sido consolidada: la membrana célular aún no se ha densificado en torno de esa pequeña vacuola psíquica que es el alma del bebe, apenas estructurda en torno de algunas matrices perinatales básicas (c. Stanislaw Grof, “El universo holotrópico”), recuerdo de sus vivencia oceánicas en el Universo Amniótico.
El punto de quiebra del método fenomenológico se encuentra en el “despojamiento”, la epojé: es un conato de obnubilar al yo, con todos las ideas y recuerdos que lo constituyen como anulando su función de intermediación y referencia. Para mí, el fenomenológico siempre me ha parecido, más que un método filosófico, más que una investigación “científica” en la esencia del ser, en el noúmeno kantiano, un método estético-poético. Serviría –y ya es mucho– para contemplar y plasmar artísticamente, en la totalidad yo / ello, los seres concretos, individuales, en toda su prístina refulgencia: holismo estético, podríamos denominarlo. De hecho, el placer estético, que nos gratifica cuando nos sobreviene una de tales revelaciones, una epifanía, tiene algo de religioso.
En menor grado, procede de la vivencia de la hierofanía: el revelarse de un dios, la súbita percepción de lo numinoso; se trata, evidentemente, de una facultad que hemos perdido, pero que, en los cien mil años anteriores, debió ser bastante frecuente, aunque nunca ordinaria: las últimas hierofanías admitidas por la Iglesia Católica, Lourdes y Fátima, datan de muy poco tiempo. En la hiperrealidad epifánica, lo que se manifiesta es la divinidad del ser, del ser centrado en su realidad, revelándose en toda su belleza. Por supuesto, soy consciente de lo confuso e incluso sincategoremático de estos conceptos; lo asumo, afirmando su utilidad en el campo artístico –la poesía, sobre todo-, no en el campo lógico-filosófico.
Plasmar esta revelación de lo que aparece como siempre único, divino en su hiperrealidad, es, ni más ni menos, lo que intentan los artistas auténticos de todos las épocas, fueran o no conscientes de ello. No cabe duda de que Ray Bradbury, como los grandes escritores y poetas, con mucha frecuencia lo consigue.

Método.
“Aimee se quedó detrás de Ralph, y sintió un temblor en el párpado derecho. Cruzó y descruzó los brazos.” (tempo interior; sujeto)
“Pasó un minuto.” (tiempo exterior)
“No se oían otros sonidos que los del océano debajo del muelle, la respiración de Ralph, el susurro de las cartas.” (Tiempo exterior; sonido; punto de vista: narrador)
“Había calor en el cielo, y nubes espesas. Lejos, sobre el mar, asomaban los relámpagos.” (Tiempo exterior, climático. Percepción de la tormenta, explícita: sensaciones: tacto –calor–, vista –nubes, mar, relámpagos–. oído –truenos, gruñidos de la tormenta-. Implícita: sonido –truenos–, olfato –olor a ozono, a maresía, a subterráneo-. Punto de vista: narrador.)
Descripción:
“El viento, ya caliente, ya frío, sopló a lo largo del muelle, trayendo un olor de lluvia.” (tiempo exterior: instante climático)
“Se oyó el tictac del reloj.” (tiempo exterior: la sucesión)
“Aimee comenzó a transpirar pesadamente mirando cómo los naipes se movían y movían.” (tempo interior, desde la perspectiva del narrador)
“A la distancia se oía el ruido de los proyectiles que daban en los blancos y los disparos de las pistolas en la galería.” (tempo exterior, sonido)

Estilo
Su estilo es clásico. No describe, narra. Como Homero y Heródoto y Chejov, no juzga ni analiza. Juzgar es medir las acciones y las intenciones según un baremo rígido: el código ético, bien se pretenda universal, bien sea un aglomerado de prejuicios del narrador Analizar es buscar las causas y movimientos psicológicos de los actantes, de manera que la acción se embaraza con la continuada referencia a los motivos, mecanismos y reflejos psicológicos que preceden y acompañan a la praxis.
Heródoto, según observa Walter Benjamin, no intenta explicar el psiquismo de los actantes, no se arroga la facultad divina de penetrar en el alma humana, de conocer y ver los movimientos internos del actante mejor que él mismo. Los afectos y movimientos del alma se manifiestan al exterior, se expresan mediante los movimientos y gestos del actor, en ocasiones, de gran efecto. Así, como cuando el faraón vencido por Cambises, Psaménito, mira estoicamente el desfile de las doncellas de la aristocracia convertidas en criadas, entre las cuales va su hija, y el desfile de los jóvenes nobles, encabezado por su hijo, hacia el lugar donde van a ser decapitados. Al ver pasar a un viejo compañero de farras, devenido mendigo miserable, el faraón reacciona con repentina congoja, dando gritos, derramando lágrimas, golpeándose. No es Herodoto el encargado de darnos las razones, sino el mismo actante. Intrigado por tan anómala reacción psicológica, el emperador persa envía un emisario a pedirle a Psaménito que la explique razonadamente; y éste le da una explicación verosímil y clara, que deja a Cambises asombrado, satisfecho de haber sido objeto de una revelación: algo que le hizo ver la compleja profundidad de los seres humanos.
De la misma forma, el buen narrador deja el juicio moral y el análisis psicológico al lector; aportándole, eso sí, las claves necesarias para que pueda hacerlo, como si tuviese una revelación o fuese sujeto de una epifanía en el instante de la lectura. Por supuesto, esto tiene validez plena en el cuento, en la narración corta y en la historia; no en la novela, ni, evidentemente, en la novela psicológica.
En el cuento que estamos leyemos, Bradbury no bucea en la conciencia de ninguno de los personajes que aparecen: el enano, que es escritor; Aimee, cuyo trabajo y relación con la feria no se explicita; Ralph, el dueño del Palacio de los espejos; el dueño del puesto de tiro, que, en el clímax, sale corriendo y les pregunta por el hombrecillo que le acaba de robar una pistola. Sus afectos y emociones se expresan mediante la gestualidad y el diálogo. Sus motivos sólo se revelan, para el lector, tras el desenlace.
Bradbury respeta a rajatabla el principio básico de no citar en ningún momento la palabra clave, en la que se concentra el leiv-motive. Consejo muy sensato de Stephen King: si se trata de “ese monstruo de ojos verdes”, no escribir la palabra ‘celos’; si de ambición, evitar cuidadosamente la palabra, etc. El motivo subyacente de esta narración, El enano, podría expresarse, aproximándonos a los epígrafes cervantinos, de este modo: “Donde se expone cómo el aspecto externo no constituye el ser, y cómo, tras una apariencia normal, con frecuencia se esconde un verdadero monstruo”. La consideración de monstruo, de subhumano, pasa, en una dramática transición, de lo exterior a lo interior, expresado por la conducta de los actantes y la progresiva toma de conciencia de Aimee.

Los actantes
El enano: pobre ser humano; según la mirada vulgar, que prima lo exterior sobre lo interior, podría ser considerado como el “monstruo” (el freak de la tradición cinematográfica norteamericana). Sufre su cuerpo disminuido, deforme. Abrumado por el sentimiento de inferioridad y la vivencia de irremisible diferencia, alimenta su autoestima contemplándose, durante media hora cada día, en el espejo deformador del Palacio de los Espejos; en su caso, el espejo es formador, pues forma o re-forma su figura tal como debería ser si el destino no fuese tan injusto con él. El espejo, al alargar su achaparrada imagen, le restituye su auténtica forma, la que corresponde a la grandeza de su alma, la que él ve cuando se mira interiormente: un joven y esbelto príncipe..

La chica, Aimee, de la cual el autor nos rehúsa cualquier etopeya, y nos permite sólo verla en los términos ideales, nebulosos, que su compasiva alma, tan grande en su empatía como en su capacidad de amar (su nombre, tomado del francés, “aimée”, amada, alude a ello), merece. Aimee, pues, trasciende las circunstancias externas, constituye una representación cabal, en el sórdido mundo degradado de nuestra época, el mundo crepuscular de los no vivos que Bradbury, quizá inspirándose en Swedenborg, retrata (cf. los fantasmas marcianos de su gran obra, Crónicas marcianas. Las referencias ideales, simbólicas que ella encarna en la narración son, aproximadamente, éstas:
la Daëna, encarnación divina de la amada, símbolo del principio femenino (el arquetipo ánima, según Jung);
la Virgen de los cristianos; aunque más bien como Espíritu Santo de la Trinidad que como Virgen María;
la Sofía de los gnósticos;
la Shekhina de los cabalistas.
(cf. Juan Eduardo Cirlot, Diccionario de Símbolos, Círculo de Lectores, Madrid, 1998)

Ralph Baughan, el dueño del Palacio de los Espejos, representa al antihéroe. Es un tipo cínico, de edad madura, marginado de la vida y condenado en el mundo ilusorio de sus espejos deformantes. Como nihilista, no cree en nada, ni ama nada. Tan sólo cree y ama, a su manera, a la joven Aimee; o, mejor, se deja influir por su aura amorosa, su irradiación de Daëna. Ralph es un condenado típico, al cual, sin saber por qué ni en virtud de qué méritos adquiridos, alguien le envía, con la gracia amorosa de la doncella, la oportunidad de redimirse.

El motivo de la “redención”
El cuento es, también, la narración de la oportunidad de redimirse, lamentablemente desaprovechada; lo cual constituye el núcleo de la tragedia según el inconsciente colectivo griego. Se inserta, también, en la tradición calvinista, componente esencial de la religiosidad americana, es decir, de su espíritu. Esa dureza del capitalismo anglosajón, que a los católicos con frecuencia nos resulta inexplicable y siempre antipática (excepto a los que son o aspiran a ser capitalistas, of course), procede de la filosofía subyacente: el puritanismo calvinista. La teoría de la gracia, que Calvino predicó con tanto éxito desde su púlpito de Ginebra, asegura taxativamente que sólo habrán de salvarse los predestinados, es decir, aquellos que a priori han recibido la gracia divina. Los demás, o sea, la mayoría de los humanos, se condenarán, y no importará lo que hagan para modificar esa predeterminación. Pero no es posible saber en esta vida si uno está salvado o condenado desde la eternidad, si dispone o no de la gracia santificante que le destinará al Cielo. El único indicio del que disponemos para saberlo es el logro, el “triunfo”, el éxito en cualquier campo, aunque siempre cuantificable en dinero, traducible en términos de triunfo económico. Quien no posea la gracia divina está condenado a vivir en el submundo de la marginación y el fracaso, esa especie de infierno, tal como Bradbury y otros grandes escritores americanos nos lo han descrito.
La feria de atracciones, con su atmósfera crepuscular, sus figuras atormentadas, deformadas, olores a subterráneo, borborigmos, truenos y ominosos relámpagos de la tormenta, que se aproxima, es una representación, más romántica que cabal, del mundo decaído. Tras el pecado original, Adán y Eva no fueron expulsados del Edén por el ángel con espada de fuego, como, simplificando, nos relata el Génesis. En la realidad posible, la gracia de Dios los abandonó, y el paraíso, que era Gaia, la Tierra, y la conciencia que de ella tenían, fue decayendo, corrompiéndose hasta convertirse en el infierno actual, la jungla de asfalto que nos muestra la novela negra y el thriller. Ésta parece ser la filosofía subyacente a la mayor parte de la literatura americana, y no sólo en la realista, sino, como vemos en Bradbury, también en la fantástica.
Pero en Ray Bradbury apunta un intento de redención, como el arco iris atisbado entre nubes tormentosas: la promesa, la esperanza de que es posible salvarse, –aquí aparece el pragmatismo americano, encargado de controlar la irremisible sanción calvinista–, siempre que se adopte la posición justa. Su teoría es, a la vez, pietista –lejos de la comodidad católica, que nos hace despreocupados e inconscientes: cualquiera puede salvarse en último extremo– y activa, pragmática. Sin duda esta especie de optimismo redentorista a inspirado el conductismo. Es como si se afirmase:
“Sí, hemos sido arrojados a un mundo degradado y, por ello, estamos condenados a sufrir la angustia; pero, puesto que lo único que nos cabe es la acción, la conducta, entonces lo que debemos hacer es adoptar consciente y libremente la posición correcta y trabajar en la dirección que ella nos señala. Despreocupémonoss del destino, de la gracia heredada; cada persona es hija y dueña de sus actos. “Absuélvete a ti mismo –aconseja Emerson–, y todos, hasta las instancias supremas, te absolverán.” Así, la maldad, que en esencia consiste en la amargura y el miedo provocados por el saberse/creerse condenado, se atenuará y acabará cediendo terreno al amor. Es esta dramática mezcla de pesimismo calvinista –llevado por los puritanos del Mayflower, como una sombra de condenación, de Escocia al Nuevo Edén, Virginia, el mundo virgen de los indios–, con la voluntad redentorista, es decir, la obstinada afirmación de que cada cual puede redimirse a sí mismo, lo que constituye el núcleo fundamental del espíritu norteamericano. La contradicción teológica, que no dialéctica, radica en su seno.
Incluso para los más hundidos, las gentes encanalladas, como Ralph; incluso para los sumidos en el autodesprecio, los hijos bastardos de Dios, desheredados hasta de su imagen humana, como el Enano, existe la redención. En uno u otro momento de sus vidas tienen la oportunidad de redimirse: desciende sobre su cabeza el aura, la gracia santificante, que harán suya sólo con dar un paso adelante y aceptar: ¡Sí!
Recuerda uno de esos cuentos, típicamente americanos, en los que un millonario extravagante se acerca a ti, miserable desclasado que vagas por las calles de Manhattan, y te entrega un cheque de un millón de dólares: fantasía reciclante que aún hoy, sospechamos, compartirán muchos ciudadanos en la nación más poderosa del mundo.
La oportunidad de redimirse, para Ralph, consiste en seguir la ruta de la piedad que Aimee les señala a ambos, a él y al enano, los polos de la redención en la epifanía. Siguiendo el amor desinteresado de la Daëna, Aimée, se descubre “el Paso del Noroeste” (otro de los mitos americanos), hacia el descubrimiento del “otro”, hacia la comprensión empática del hermano, cuya “extrañeza” fundamental aparece exacerbada por la acondroplasia. Ralph lo odia porque se odia a sí mismo: en él ve plasmado exteriormente su fracaso, su deformidad interna. El fracaso, esa otra categoría fundamental de la cultura americana, es la causa y productora de la deformación; todo fracasado se ve a sí mismo como un monstruo, y por ello desea destruirse y destruir al mundo. Así pues, Ralph espía al hombrecito cuando, creyéndose solo, danza y compone figuras ante el espejo, en el cuarto azul. Ralph es inteligente, con esa acre lucidez de los marginados, y comprende el morboso tipo de compensación que el pequeño obtiene al verse reflejado, alto y bello como el príncipe de sus sueños. Pero Ralph carece de la pietas; por ello, no es capaz de comprenderlo en su entraña, en su condición de alma desterrada que ambos comparten.
El amor de Aimée, pues, podría abrirle a Ralph las puertas a la empatía, y, a su través, tener la revelación de un espíritu sensible y una inteligencia y cultura extraordinarias –el Enano es escritor–. De este modo, al trascender la realidad del espejo deformante, accedería al nivel superior, a la pietas, es decir, al amor, que es el primer escalón y móvil para ascender al mundo de las esencias, tal como Platón lo describe,. Si Ralph Baughan, el cínico, el cruel –basura blanca del Sur–, el burlón nihilista, hubiese aceptado la propuesta de su Daëna, esa especie de ángel del suburbio que es Aimee, de salvar al pequeño consigo, sin duda se habría redimido a sí mismo y, consiguientemente, a toda la humanidad.
Pero Ralph estaba demasiado enfangado para aceptar esta senda hacia la redención. De hecho, no comprendió de qué iba el asunto. El enano, que danzaba y hacía reverencias y lanzaba besos al príncipe azul en que la alquimia del espejo metamorfoseaba su figura, le parecía, más que ridículo, grotesco y odioso. Para él, educado en la dureza de la lucha darwiniana por el triunfo –propia del capitalismo americano en todas sus fases–, entrenado, por consiguiente, para despreciar toda debilidad, incluso la suya propia, ningún impedido, físico o mental, merece otro tratamiento que el sarcasmo y el cruel maltrato, en secreta obediencia con la condenación divina, decretada para él desde la eternidad. Consecuentemente con esa Welstanchauung –conjunto de ideas, más o menos estructuradas, conscientes o no, recibidas en su mayor parte de la cultura en que se es nacido, que conforman una determinada “Visión del Mundo”, (aclaración sin duda innecesaria; perdonadme)–, Ralph interpretó la piedad de Aimee, su interés, admiración y compasión por el pequeño escritor, como un principio de amor terrenal, rebajando su instancia espiritual al único nivel que él era capaz de comprender. Sintió, pues, celos; su crueldad, que se contentaba con la burla y la risa escondidas, se transformó en instinto asesino y, retorciendo perversamente la treta redentora de Aimee –disponer para que le fuese entregado, anónimamente, uno de los espejos alargadores, de manera que pudiera disfrutarlo en su casa–, la convirtió en el arma del crimen. El enano fue, pues, aniquilado.
En la secuencia final, mientras la víctima huye por la feria, decidido a suicidarse con la pistola recién robada, ambos, Aimee y Ralp, ven el reflejo de éste en uno de sus espejos deformante: en el trágico horror de la revelación, ambos comprenden que él, Ralph, es el verdadero monstruo.
El sordo retumbar del trueno sobre el mar alegoriza el gruñir del Leviatán satánico, que se apresta a devorarlos, a él y a su víctima, el pobre pequeño, que renuncia a su lucha por una dignidad que le es cruelmente denegada.
Evidentemente, también para el Enano la condenación se cierra irremisiblemente. Su suicidio anunciado señala el punto final de la narración y de su fuga a través del absurdo de la vida. “¡No hay redención para mí!” Lo trágico de esta huida siempre nos conmueve en lo más profundo, por más frecuente que en la realidad se nos aparezca.
Es lícito preguntarse qué tipo de redención piensa el autor para el acondroplásico protagonista, perdedor por antonomasia. No es posible, en el estado actual de la ciencia, mejorar genéticamente su cuerpo; ayer noche, precisamente, vi, en la tres, creo, un episodio de una serie fantástica, Dark Angel, en que la heroína, especie de bella y graciosa Superwoman, ha sido “mejorada genéticamente” (sic). Tampoco es posible, en términos del relato, hacer que el Enano sea trasplantado en otro cuerpo normal –su espíritu, su alma, ese yo en vías de redención. Por consiguiente, lo único que el autor, Ray Bradbury, le propone, es aceptarse a sí mismo con precarias escapadas a la ilusión, y abrirse al amor, aunque éste sólo sea el espiritual que Aimee-Daëna está dispuesta a brindarle. Ésta es la única redención que el narrador divino pone al alcance de su personaje, su hijo atormentado.


A modo de disculpa
Resulta un poco cruel aludir al estoicismo de la condición irremediable, y casi sarcástico traer a colación ese tipo de consolaciones “cristianas”, que casi todas las religiones aportan al “desdichado”: pero, más allá de la mera consolación, de la posible gratificación futura, existe una verdad psicológica que es preciso desenterrar.
En el umbral de toda forma de salvación-redención, resuena el imperativo del “redímete a ti mismo” emersoniano. Emerson, como sus compañeros, los filósofos transcendentalistas de Nueva Inglaterra, sabía que toda idea es transcendida por otras ideas, y que por debajo y encima, por delante y detrás, cada idea, cada categoría, cada palabra es atravesada, fecundada y modificada por las otras, que la circundan, las cuales, a su vez, son transcendidas igualmente.
Esto significa que no existe ninguna idea, consciente o inconsciente, que sea inocente. Todas remiten al sistema en que se encuentran más a gusto, su Welstanchauun., Arrastran a la luz de la conciencia –o a la penumbra del preconsciente– su particular dialéctica: condenación/redención.
La visión del mundo occidental está infiltrada de los sombríos tonos pesimistas de la condenación bíblica. Como diría Jung: en el corazón de nuestro Inconsciente Colectivo vive y corroe la Culpa –por la transgresión del tabú de comer del Árbol de la Ciencia, por el asesinato del padre y su devoración ritual (Freud, “Totem y tabú”), etc.–; abundan en nuestra cultura las referencias: “el gusano en la rosa”, de Blake; “la serpiente en la hierba”, etc. La Culpa es despertada por la risa de “El Despreciativo” (cf. Stephen R. Donaldson, “Las crónicas de Thomas Covenant, el Leproso”); huye a través de las grietas que el desprecio / autodesprecio abre en las paredes de su infierno. “¡Miserable! Tú, que has matado a Dios, ¿cómo te atreves a alzar tu voz en la asamblea de los espíritus sin mancha!”

Algunas consideraciones, posíblemente útiles
Siendo yo también un filósofo transcendentalista, he ido arrimando el ascua a mi sardina en este apresurado ensayo, sugerido no tanto por el cuento de Bradbury, a fin de cuentas una obra menor, como por la condición anímica de las pequeñas personas, acondroplásicas o no, a las que la tradición ha llamado ‘enanos’ (en la literatura casi siempre han sido presentado como sombríos y perversos, cuando no decididamente crueles, o marginados barrenadores de minas). A esto es a lo que algunas asociaciones están intentando poner remedio, en beneficio de los pobres niños, que, en el futuro, si no se remedía este tipo de ideas (nódulos complejos de ideas-imágenes, determinados supersticiosa y culturalmente), estarán condenados a la indignidad, al fracaso en el sentido darwiniano, tal como aparece en el citado cuento.
Expreso así mi convicción de que la vida espiritual, en su maravillosa complejidad, como la vida en su totalidad, constituye una red en la que viven, se autogeneran y mutan entes de toda condición –ángeles y demonios, nobles y viles, bellos y feos, arquetipos de la luz o de la sombra, etc.–, de modo tal que todos se combaten, se alían y separan, siempre en busca del poder de la Palabra; tal vez a eso se refería Shopenhauer con el nombre de ‘Voluntad’, y que posteriormente Nietzsche precisó como ‘Voluntad de Poder’. En cada obra literaria, en cada plasmación artística humana, subyacen tales “nódulos de ideas”, constituyendo su fundamento más o menos consciente. El estudio de la Welstanchauung subyacente a un texto literario, que pertenece tanto a su autor como a la cultura que lo cobija, me parece, al menos, tan importante como el análisis de su técnica y del efecto que las circunstancias particulares de su vida, la historia del autor, ha decidido en su carácter y gusto.
Con este humilde trabajo contribuyo, creo, un poquito, a reclamar la dignidad humana para los “enanos”. El mismo tratamiento respetuoso que los otros disminuidos físicos y psíquicos han conseguido en nuestros tiempos civilizados, es decir “lo políticamente correcto”, es lo que todos tenemos que reclamar y conseguir para las personas pequeñas. Habría que empezar por buscarles un nombre nuevo, libre de connotaciones peyorativas, que intensifique su dignidad sin arrebatarles la gracia posible, y lo suficientemente eufónico para ser aceptado por el pueblo. Algo como willow, olmo, quérube o querubín... Que su alma y espíritu y todas sus potencias tienen la misma estatura de todos los humanos, prescindiendo del tamaño de su cuerpo; y que los hijos de Willow también se van al cielo. Esto es lo que tiene que quedar reflejado en su nombre común y en el espejo del pensamiento, el suyo y el de todos los humanos. Amen.

¿Volviendo a lo mismo?

¡Ah, qué cansado estoy de lo inaccesible, que debe ser de todos modos acontecimiento! ¡Ay, que cansado estoy de los poetas!
Nietzsche

–Salvo rarísimas excepciones, los hombres no son algo realmente logrado. Somos esbozos de hombre, no hombres; y no existe ningún camino común que conduzca de un estado a otro.
–”La vida es una prueba. Ser, es diferente”, afirmaba Gurdjieff..
–¿Dónde está tu punto permanente?
–“No podía comprometer mi nombre en este asunto porque, en realidad, no poseía un nombre. Dicho de otra forma, yo tenía mil yo en movimiento, pero ningún Yo mayúsculo. ¿Se puede tener un nombre? cuando veía mi nombre en un libro, en una librería o en un diario, experimentaba siempre el sentimiento de ser el cómplice de una impostura, y mis ojos no tropezaban con él sin que yo sintiera un malestar. Esto dura todavía, y en la mayoría de los caso considero como muy opacos a los hombres que se alegran de ver su nombre públicamente expuesto y que lo pronuncian sin temblar un poco; a aquellos que no experimentan, en esos casos, un sentimiento de impostura.”
Frases extraídas, un poco al azar, de “Gurdjieff”, de Louis Pauwels, Hachette, Buenos Aires, cap. IV. De la 1ª edición en francés, Editions. de Seuil, 1963)

Las personas de mi generación conocieron a Louis Pauwels gracias a la lectura de aquel “bestseller” que, en la década de los sesenta –la del “mayo francés”, ¿recordáis?–, contribuyó a romper la cáscara de nuez del marxismo dogmático, abriendo nuestra pequeño cerebro a la posibilidad de ciertas aventuras espirituales, prohibidas terminantemente por esa iglesia intransigente. Era tabú citar las palabras ‘espíritu’, ‘alma’ y demás fantasmas. Martha Harcknecker velaba en plan Papisa por la pureza de la doctrina: Todo es materia; el mundo se despliega sobre los dos raíles: el Materialismo Dialéctico y el Materialismo Histórico. “Eppure si muove”, protestábamos débilmente.
Hoy, traído a mi mano por uno de esos misteriosos azares de que hablaba “el famoso mistagogo Gurdjieff, el hombre que había traído de oriente un método para matar el Yo, para volver a ser uno mismo, y para poseer la tierra: el señor del priorato de Avon, a cuyos pies Catherine Mansfield, en el límite del sufrimiento, vino a acostarse y morir” (palabras de François Mauriac), se abrió en mi mano el viejo libro, olvidado en lo más oscuro de mis estanterías. Lo releo, lo leo de nuevo. Su enseñanza se ha borrado de mi memoria; mas, como hojas amarillas que el paso de sucesivos otoños casi ha disgregado, esas ideas permanecen al vuelo de mi mente, mezcladas, negadas, incorporadas a otras, atraídas y rechazadas por los vórtices que incesantemente rompen y rehacen la trama del espíritu. Resulta ingenuo, a estas alturas, demandar un cambio de personalidad que convoque al Yo-Permanente, durable y sólido en medio del océano. El yo, cualquier yo, no pasa de ser una estructura temporal construida con materiales deleznables. Y, sin embargo, leo, y cada narración está protagonizada y coprotagonizada por yo distintos, que se buscan, se devoran, se rechazan se destruyen, copulan, danzan como las polillas en el ara estelar. “El hombre sin atributos” es, probablemente, la última de las grandes novelas escrita.

¿A qué se refiere Pauwels cuando acepta implícitamente discurrir en el seno de esta contradicción, que engendra el vacío? Asegura no poseer un yo permanente, al cual referir su praxis como a un punto central, sólido, inmutable. Se siente a sí mismo, cada vez que toma conciencia de su ser, como alguien diferente, uno de los cien yo que lo conforman, pero nunca como ese Yo con mayúscula en el cual reconocerse como sí-mismo. Mas luego, cuando alude a la vivencia de impostura que sobreviene al hombre sincero al ver su nombre citado, ensalzado, por tanto, en la asamblea de las voluntades que conjuntan la Res Pública, asegura “yo siento un malestar”. ¿Cuál de esos cien o mil yo es quien padece la sensación de malestar?
Cuando algún alimento me hace daño y mi estómago se rebela, negándose a darle paso, me envía una señal de malestar que yo interpreto inmediatamente. No es posible la duda; es más, sería dañoso para mí –este ‘mí’ denota la totalidad de yo, es decir, yo-cuerpo y yo-espíritu, o yo-mente– dudar en tales circunstancias. Lo que debo hacer es poner remedio, si puedo, a la situación mala, o permitir que mis reflejos, la náusea, por ejemplo, lo remedien. Igual ocurría cuando, en mi infancia, era maltratado: el sufrimiento afectaba a la totalidad de mi-ser en el mundo. Todavía hoy, cuando recuerdo alguna de aquellas situaciones de maltrato, el malestar pone las cosas en su sitio y sólo un yo reclama el protagonismo en el drama.
Es, entonces, el yo-sufriente, el yo-en-agonía, quien se revela como el centro siempre reconocible, siempre él mismo. Pero, ¿debemos asignar a este yo doliente la misión de centralizar todo el ser?
No, por supuesto; sería demasiado miserable ese nuestro ser-total; carente de valor, como el ser de una babosa; mejor sería, en tal caso, desearle la inconsciencia de sí mismo, cuando no la aniquilación definitiva mediante el pisotón redentor. Y, sin embargo, ¿qué es el hombre bajo la mirada de un Dios? ¿Esa breve quintaesencia del polvo? Apenas una babosa incapaz de apartarse a tiempo del sendero por donde el Dios pisa, o el caracol que ha de devorar el águila. Decididamente, me atrae más la doctrina vitalista de Nietzsche que la compungida y misógina extravagancia de Kierkegaard, tan necesitado de un Dios que lo crea, aunque esa imagen sea racionalmente intolerable. Mas vale reír y cantar que llorar y lamentarse, aunque a todos, inevitablemente, nos alcance la sombra en la hora del lobo.

Cuando soy arrebatado por la cólera, todo mi ser se siente comprometido por las terribles acciones de ese yo-loco. Cuando él se hace cargo del timón de la nave, es porque, se supone, la nave se halla a merced de la tormenta y se requieren acciones excepcionales, tan arrebatadoras como las ráfagas del huracán. Parece la respuesta de nuestra naturaleza, que nos ordena salvarnos fueren cuales fueran las condiciones, a la locura de la naturaleza en torno: una parte del dios loco ruge y se enfrenta al gran Dios Loco, que intenta aniquilarnos sin apenas vernos. El instinto es, cuando las circunstancias están justificadas, más lógico que la misma lógica: es la lógica del corazón que toca a rebato. En ese momento de peligro, el loco apartado de la sociedad se hace cargo de la dirección de la ciudad entera, y acaudilla a los hombres en la batalla.
¿Deberemos, por ello, considerarlo el centro de ese Yo integrado por el que nos interrogamos? Evidentemente, ¡no! Cuando la batalla ha terminado con el triunfo, los bárbaros han sido rechazados, sus naves destruidas en Salamina y el lejano imperio humillado para otro ciclo histórico, todos aclaman la paz perpetua; por eso se apresuran a encadenar de nuevo al guerrero loco que los ha conducido eficazmente en la batalla: honores, la corona de laurel, un poco de riqueza, algunas putas jóvenes para calentar su lecho de anciano. Lo miramos con la benevolente desconfianza que el yo-tempestuoso, arrebatado hijo de Ares, por el momento domeñado, requiere: no vaya a ser que nos arrebate en otra estúpida aventura en defensa de alguna patria mítica o de alguno de esos fantasmas que tan bien justifican nuestra vesania. Dejémosle embriagarse, refocilarse en su pequeña orgía; sustitutiva de la de la sangre; que cace por los oscuros bosques el jabalí de ensangrentado colmillo, tan feroz como él. Nosotros, los pequeños yo cotidianos, sólo deseamos labrar nuestros campos en paz, cuidar nuestros rebaños, ofrendar a los Dioses pacíficas ofrendas campesinas, para que Ellos nos correspondan con la parte de la creación continua por la que velan.
¿Y qué ocurre cuando Eros, distendido el arco ya, mira con sutil sonrisa la flecha que acaba de atravesarnos el corazón? La clara visión, sin contrastes excesivos de luz y sombra, como es lo habitual en nuestros días de tranquilo laboreo, se nubla de repente y el mundo se transforma a nuestros ojos. Los limpios perfiles de antes, acribillados por la luz excesiva, se quiebran ahora en inestables facetas de refulgencia. Todo se revela, de súbito, en la epifanía del mediodía, como el reino de la creación; bajo el dominio exclusivo de la especie, que reclama su derecho a dirigirnos hacia la mitad necesaria, el otro / otra con quien compartiremos la misión de traer nuevas criaturas al mundo. Nos sentimos sacudidos por el anhelo y el placer, cuando el ansia se ve colmada y la copulación, la batalla de las sábanas, se realiza con éxito. El amor nos arrebata hacia su particular locura. ¿Cómo, si no existiese esa dominación de algo que nos trasciende, aceptaríamos la torpe misión de traer hijos a este mundo absurdo, donde el sufrimiento superado no constituye acumulación de méritos para salvarnos de la muerte irremediable, ni para asegurarnos cualquier paraíso? El absurdo, tal como Sartre lo precisa, no es sino la admisión de esta derrota inevitable, y la decisión de jugar la partida a pesar de todo.
Sí, el amor es necesario, cuando en la gloria de la tarde el sol de la vida nos penetra e inunda y la refulgencia brota por las junturas de nuestro espíritu trascendido, de igual modo que las hormonas sexuales, que bullen alegremente en el juvenil río de la sangre, se manifiestan con aroma y refulgencia inolvidables la vivencia de estar en contacto con lo divino. Por un tiempo, el ángel nos ha tomado en sus manos sin quemarnos; por un instante, las puertas de ese paraíso posible se han entreabierto a nuestra visión. Pero, ¿tendremos que admitir a ese yo-amoroso, el verraco alucinado, como el núcleo en torno del cual nuestro ser auténtico ha de re-integrarse?
Por supuesto, ese estado es bello, llena de sentido nuestras vidas, y sus resultados, ciertos, son necesarios para la supervivencia de la especie, que somos nosotros mismos en la dimensión perdurable; y no hay otra. Pero consentir que el estado de excepción se constituya como el núcleo de lo que fluye, además de que resultaría agotador, pues todo mecanismo necesita el descanso para renovarse, sería una forzada intención de poeta y seductor; dicho de otro modo, se trataría de ser, a un mismo tiempo, poeta inspirado y Don Juan incansable, inasequible a los insidiosos avances de la melancolía. No, creemos que el amor es un estado temporal, y está bien que así sea. Tras su gentil y arrebatador paso, la persona amada se transmuta en la persona querida con quien, quizás, hemos tenido hijos y con quien, en el ahora normal, compartimos la vida.

Así podríamos seguir descartando, por eliminación, a todos y cada uno de esos yo a los que no sólo Pauwels, sino los poetas, místicos y pensadores de todos los tiempos, que tomaron conciencia de sí para intentar deducir qué cosa es y cómo y dónde hallar su propio Yo; es decir, esa imagen, o estructura de imágenes, juicios y opiniones más o menos consolidadas que responde y se moviliza, según sus modos particulares, cada vez que decimos ‘yo’. Recordemos al endemoniado que se decía ‘Legión’: “Llamadme Legión, pues somos muchos los que malvivimos en este reducido espacio”. (L. 8,26-39. Mt. 8,28-34. Mc. 5,1-20)
Lo único que nos corresponde inferir de todo esto, por consiguiente, es la trivial verdad de que no existe un solo yo, sino muchos,. y que debemos aceptar esa fluencia, irritante y frustrante en sí misma. “Soy Legión”. No podemos cambiar, a pesar de que siempre estemos intentándolo. Lo intentamos apasionadamente en la juventud, que es entonces cuando la exigencia respecto a nuestra minusvalía angélica se hace más difícil de soportar. ¿Qué significa, por tanto, ‘cambiar’ en ese contexto de muchos que se alternan en la dirección de nuestro espíritu, y que con frecuencia luchan a muerte por el poder? Nada. No queda sino dejarse fluir y procurar no perder del todo el sentido común cuando seamos arrebatados, raptados por uno cualquiera de los yo-pánicos, de los yo-orgiásticos, pues bacantes somos y en la estela de Pan podemos encontrarnos.

Y, sin embargo, tenemos la impresión de que, en determinados momentos, instantes de especial serenidad, podemos sentir un yo diferente de los otros. Así ocurre en la meditación trascendental de los budistas; también se consigue tal estado de lúcida serenidad mediante la repetición de un mantra,. En la interioridad sosegada, ese Yo, con mayúscula, parece manifestarse, en su modesta majestad, como una parte de la esencia divina, el noúmeno kantiano.
OM MANI PADME HUM, OM MANI PADME HUM, OM MANI PADME HUM... Este es el famoso mantra de la Joya en el Loto. Mani = Joya, Padme = Loto). Om y Hum son sonidos dotados de un poder sobrenatural; su resonancia provoca vibraciones, internas y externas, capaces de conseguirnos la concentración en el Yo superior y, por consiguiente, el desapego respecto a los demás yo, ligados a intereses parciales. Este desapego es la única liberación que nos es dable conseguir en este mundo. Démonos por satisfecho si podemos lograrlo, aunque sólo sea en parte.

Resumiendo, Pauwels actúa con toda legalidad al anhelar una revelación, que no un cambio, de este tipo. Parece haberla alcanzado, en su tiempo, merced a las enseñanzas y métodos de Gurdjieff. Al fin y a la postre, la búsqueda de la liberación interior es una de las pocas aventuras que aún nos es posible disfrutar a cada uno de nosotros, humanos comunes, en este mundo trivializado, y sin duda la más hermosa. El intento, se logre o no, siempre nos engrandece. No confiaremos en ningún humano, hombre o mujer, que no lo haya intentado. Sonreiremos con ironía ante sus pretensiones de superioridad intelectual y moral. Le negaremos el título de escritor, filósofo, sacerdote o poeta. Esa íntima odisea subyace en toda las grandes obras de la literatura universal. El héroe –cada uno de nosotros– sale en busca del tesoro que su alma anhela; pero, tras haber recorrido el piélago durante los diez años de rigor, regresa al hogar, donde Penélope, símbolo del ánima, le aguarda, tejiendo su telar interminable, para reanudar las bodas místicas. “La joya estaba en el loto”, concluimos. Om Mani Padme Hum. ¡Gloria a Dios en las profundidades de mi corazón y a todas las criaturas en su cielo! Es ahí donde, en último término, debemos buscarla, buscarnos.

Nota sobre H. Melville

Dear Flandria:
Te envío una nota muy interesante, que acabo de encontrar releyendo un viejo libro sobre Melville. Medítala, especialmente la frase que va en cursiva. Typee y Omoo fueron las dos primeras novelas que H. M. escribió.
La primera (Taipi, en español) se editó en Londres (febrero y abril, 1846), con el título Narrative of a Four Month’s Residence among the Natives of a Valley of the Marquesas Islands. Poco después se publicó en Nueva York con el título de Typee: a peep at Polynesian Life. Narra sus experiencias entre los caníbales Typees, de las islas Marquesas, cuando, tras desertar con un amigo del ballenero Acushnet –modelo del Pequod–, ambos buscan refugio en su valle, donde fueron hechos prisioneros. Afortunadamente, antes del banquete al que había sido invitado, fue liberado por los tripulantes del ballenero australiano Lucy Ann, del que también desertó.
El editor inglés, John Murray, aceptó editar el libro en su colección Home and Colonial Library, (cuyas obras, se anunciaba, eran tan apasionantes como novelas, pero absolutamente reales), reclamó garantías de que la aventura de Melville había ocurrido realmente. Su hermano mayor, diplomático en Londres, que le había presentado el libro, tuvo que firmar, bajo su honor, que Henry “no era escritor, sino un marinero auténtico”.
La segunda. Omoo, se publica en 1947. Narra las aventuras del joven Melville en las islas de Tahití.
Ambas fueron fuertemente atacadas, tanto por su realismo –la descripción “licenciosa” de las nativas, tan desinhibidas en sus costumbres sexuales, en contraste con las reprimidas señoritas de la puritana Nueva Inglaterra–, como por la censura de la conducta de los misioneros y los efectos de sus actividades en los Mares del Sur.

“Omoo no se diferenciaba mucho de Typee, Era una combinación de recuerdos, imaginación y documentación, en la que el autor usó el recurso de convertir en meses las semanas para hacer más verosímil el curso y la cantidad de los acontecimientos. El fondo de realidad existente en Omoo ha quedado mejor establecido que en Typee, por lo que sirve más que éste para revelarnos cómo era la imaginación literaria del joven Melville. Todo lo que escribía se basaba en la experiencia real, pero no escribía tanto acerca de lo que le había ocurrido como de lo que podía haber experimentado si hubiera participado más plenamente en los acontecimientos que conocía y narraba. Los dos libros se engendraron en ese campo de la conciencia donde la memoria se funde con la imaginación, sin más control que el deseo de contar un cuento a la vez interesante y convincente.” (Leon Howard, “Herman Melville”, “Tres escritores norteamericanos”, Ed. Gredos, Madrid, 1962, p. 12).

Me parece muy interesante la observación, por cuanto refiere un método que no pertenece en particular a Melville, sino en general a toda la literatura. Me atrevo a arriesgar la ley psicológica en que se fundamenta:
En los eventos dramáticos, somos arrebatados por la intensidad de la acción. Apenas tenemos tiempo y energía para tomar conciencia de lo que está ocurriendo (lo que nos está ocurriendo). Toda nuestra energía psíquica se halla empleada en el vivir, o dicho de otro modo, sobrevivir. Nuestra inteligencia debe emplearse a fondo para resolver el problema de ese vivir inmediato, y evitar que “nos estrellemos contra el muro”. Sólo posteriormente, cuando las circunstancias que rodearon la aventura han desaparecido y el problema de aquel vivir ha sido resuelto con éxito, tenemos la posibilidad de rememorar; es decir, de vivenciar intensamente y de comprender con lucidez aquello que permanece, aún fresco pero libre, en nuestro recuerdo. Esa intensa toma de conciencia, lo que podría haber experimentado si hubiese participado más intensamente, se consigue mejor escribiéndolo, narrativizándolo.
La literatura, por consiguiente, podría definirse, aproximadamente, como ese especial modo de rememoración mentirosa. ¿No crees?
Many kisses

Coincidencias del destino, Co. De, “code”. O Castaneda, Robyn Hitchcok, Manu Astur y nosotros, los viejos guerreros

“En este mundo de dudas tengo una sola certeza: que escribiré canciones día a día –eso espero, por medios divinos o diabólicos– más allá del día que me muera.”
“Ser un tipo moderno significa tener prisas y no apreciar las cosas hasta que las perdemos y quedan lejos en el pasado. Escribir canciones es mi modo de embotellar trozos de mi vida y almacenarlos, para saborearlos en el futuro. Del mismo modo que una tarde húmeda de agosto siempre me transportará al día en que Elvis Presley murió en 1977 y un nublado septiembre me trae algo de 1969; del mismo modo que las condiciones climatológicas, mis canciones –poemas son para mí algo parecido a una máquina del tiempo. De esta manera, “Insanely Jaleous” me convierte en el tipo delgado, compañero embrujado que era en 1979, y “Glass Hotel” me lleva a algún sitio entre la isla de Wright y San Francisco una década después. Sintiendo de nuevo las canciones, viajo a épocas de mí vida en las que yo estaba demasiado ocupado para prestar atención.”
Robyn Hitchcock. Spooked–Manifiesto. Discos LILIPUT

Llamo ‘coincidencias del destino’, code, a esos inesperados emparejamientos que, más allá de lo habitual cotidiano y por encima de la media aritmética, parecen haberse dispuesto para llamarnos la atención sobre la circunstancia, o la coyuntura, que así se revela como especial. Nos incita a pararnos y prestar atención a lo que está sucediendo, fuera o dentro de nosotros. ¿Qué pasa? Esto es algo más que azar ciego y estúpido. Algo o alguien nos está advirtiendo de algún tipo de modificación. Pensemos razonablemente que se trata de una llamada de lo Inconsciente, o de una advertencia del lado derecho del cerebro, para no meternos de patas en la ciénaga teológica. ¿Qué ocurre? Un fuerte aldabonazo, un repentino toque de campanas. ¡Mira, mira; despierta y mira!
No entiendo el “destino” como divinidad abstracta, la Ananké griega o el Fatum, es decir, algo que deba ser escrito con mayúscula y pronunciado con la boca pequeña del temor numinoso, sino como “el conjunto de circunstancias y posibilidades que parecen estarnos destinados según esa forma de ser íntima, esa imagen interior que incluso nosotros desconocemos pero que, en momentos de revelación, intuimos como nuestro ser auténtico: lo que hemos sido en lo más alto de nuestras encarnaciones anteriores, lo que pudimos haber sido según una oportunidad desaprovechada o lo que podremos ser si nuestro esfuerzo, talento y suerte así lo propician”. Algo, en fin, que, de un modo primario, parece hallarse inscrito en esa especie de instinto llamado ‘vocación’. En el destino, así considerado, necesidad y libertad tienden a armonizarse. Y sólo disponemos de un instrumento que nos advierte de sus equilibrios: la felicidad, la vivencia de plenitud, la sensación de estar “realizándose”, como decíamos, en nuestra época, los progres.
Estos días, una de esos code parece habérseme revelado. Primero me llamó la atención el manifiesto de Robyn Hitchcock para su disco Spooked–Manifiesto, recientemente editado en España por LILIPUT Discos, la productora de Manu Astur (joven escritor y productor de cuyo talento esperamos bastante). Algunos conceptos, asaz conocidos, tópicos si se quiere, aparecen expresados con la fuerza y garra precisas para sacarlos del olvido, al que parecen estar condenados en esta época neciamente hedonista. Apunta ahí una especie de imperativo categórico, un deber que, al ser autoimpuesto, como un juramento más allá de la misma muerte, salva al mismo tiempo la libertad personal. “En este mundo de dudas sólo tengo una certeza: escribiré canciones, día a día –eso espero–, por medios divinos o diabólicos, más allá del día que me muera”, afirma el poeta–cantante Robyn Hitchcock (lo de ‘cantautor’ está ya muy visto, ¿no?; aunque creo que hay un término antiguo, preciso y precioso, que expresaba la acción mejor: ¿’bardo’, ‘aedo’?)
Me conmueve esta decisión, subrayada como certeza absoluta. Me recuerda los versos de Walt Whitman: “A mis treinta y siete años y con la salud perfecta, empiezo, y espero no acabar nunca”.
Subyace a la propuesta una referencia a la autentica “virilidad”, que no es exclusiva del macho de la especie ni, mucho menos, del heterosexual (esto, al menos, debemos al feminismo y al movimiento gay). Quizá deberíamos prescindir del término ‘virilidad’, como obsoleto en parte; pero está aún tan cargado de connotaciones de la virtud –el valor, el coraje ante la muerte, el sentido del deber ante la vida, el entender las cosas en su justo término, poniendo el placer al mismo lado que la responsabilidad y la exigencia moral al de la libertad personal, etc.–, que nos resistimos a abandonarlo. En último término, salvaremos todos esos valores para la nueva palabra que encarne al concepto.
Igualmente, detectamos los viejos guerreros, viejos rockeros, en el estilo del manifiesto, con la insinuada crítica al Zeitgeist (“espíritu de la época”), una corriente de pensamiento que nos remite a Castaneda, en la saga de don Juan. Don Juan, el brujo yaqui –como en el caso de Jesucristo, la cuestión de si existió realmente en su tiempo y circunstancias resulta irrelevante–, emprendió, por primera vez, la difícil tarea de convertir a un hombre moderno, un ser urbano, occidental y universitario como Castaneda, en un chamán. El joven estudiante de antropología decide escribir su tesis doctoral sobre las plantas alucinógenas que tomaban los brujos indios. En su ignorancia, se atreve a meterse en el continente desconocido de la brujería, ese sistema de pensamientos y prácticas esotéricas que viene corriendo desde mucho antes de Colón.
Lo primero que Castaneda descubre es que los brujos aún existen y son algo más que viejos locos que venden pócimas inocuas para alivio de los angustiados. A partir de ese impactante descubrimiento, el joven va siendo conducido por don Juan, a través del estudio de las plantas alucinógenas, el peyote y otras que los brujos usan para ponerse en contacto con los espíritus, hasta la esencia de la brujería. A través de una serie de modificaciones que lo transforman en profundidad, va pasando por diversos estadios de desarrollo, que llama “estatutos”. El primero es el estatuto del cazador; el segundo, el del guerrero; el tercero y último, el de brujo u hombre de conocimiento.
Para la gente de mi generación, (entre los cuales se hallaban los Beatles, Rolling Stones y muchos otros ilustres músicos, “Las enseñanzas de don Juan” fundamentaron, a nivel ético y existencial, la deslumbrante revolución que, desde California, se estaba extendiendo por todo el mundo. Una de las más conocidos efectos colaterales fue, como sabemos, la transformación de la música popular, el surgimiento del rock, etc. Los Beatniks, desde sus paraísos californianos, se atrevieron a asomarse al abismo. Al abismo del gran océano, en primer lugar, que salvaron para iniciar un movimiento dialéctico de feedback hacia Asia, y desde allí, al resto del mundo. En otras palabras, me atrevería a decir, iniciaron el mecanismo hacia una auténtica globalidad del espíritu. Hegel estaría satisfecho de esta imagen, me imagino..
El segundo término de la casualidad fue, precisamente, el reencuentro con el viejo Castaneda. Creí disponer de todas sus obras, amén de algunos otros libros y comentarios que intentan sistematizar su pensamiento. Permanecían sus ideas, en mi mente, desordenadas, como debe ser: en el caos vivo de lo que transforma y se transforma. Actuaban como fermento en la asimilación de ideas y eventos históricos, que, de tal modo, eran intuidos como escalas de la evolución hacia la manifestación de la Idea. Por supuesto, carecían de toda legalidad académica, por lo que, al no tratarse de un sistema susceptible de ser explicitado en las aulas, sino vivenciado en las calles, montañas, ríos, mares y desiertos, aparentan borrarse tras cada lectura, tras cada acto en que, subyaciendo como ética, nos ha guiado en la elección de lo impecable. Se diluyen, como modo de encarar la vida, en la misma sombra que envuelve a los acontecimientos que han producido a los jóvenes actuales, con sus rituales de liberación y sus macroconciertos, ceremonias cuasi religiosas en que toman contacto con las totalidades: la generacional –cada joven está encerrado en su generación como en el marco de las categorías Kantianas, y sólo a medida que envejece aprende a liberarse, también, de esa constricción–; la de la humanidad, globalmente sentida, como el océano, en una de cuyas innumerables playas es balanceado; de la Tierra, intuida como lo sólido supuesto y presentida como Madre Gea; y hasta del mismo Cosmos, cuya música divina intenta expresarse y vivirse en las vibraciones, armonías y desarmonías de la música, ya, más que popular, contemporánea.
Por eso, mi sorpresa se convirtió en encanto cuando el otro día encontré, en la sección de rebajas de la librería de Hipercor, uno de esos libros de Castaneda que no había leído. The Active Side of Infinity, “El lado activo del infinito” (ediciones B, S.A., col. Punto de Lectura, Madrid, 2002).
Lo he abierto, anticipando el placer y la sorpresa. Leo apresuradamente la Introducción: don Juan le habla del “álbum del guerrero”: “Cada guerrero, obligatoriamente, colecciona material para un álbum especial –siguió don Juan–, un álbum que revela la personalidad del guerrero, un álbum que es testigo de las circunstancias de su vida” (o. c., p. 21). Se trata de una colección de “retratos hechos de recuerdos, retratos que surgen al recordar sucesos memorables”.
Como siempre, el joven aprendiz se muestra desconcertado; como siempre, el maestro parece ir más allá de lo que las gastadas palabras y expresiones del idioma moderno dicen. Por eso le resulta tan difícil comprenderle: el lenguaje es, para ambos y en esa misteriosa comunicación tanteante, como un panel de cristal translúcido, sucio de polvo, a cuyo través es posible indicar los significados que se revelan y, a la vez, se ocultan.
Para mí, como siempre, la revelación es, más que de algo nuevo, de algo conocido que nuestro conocimiento ha gastado y deteriorado. Para mí, Don Juan, como a su timorato discípulo, actúa a manera de limpìador de cristales, o de rompedor de paneles interpuestos, que en este caso es lo mismo. Por un instante, el significado auténtico, lo nouménico, parece revelarse, en un relámpago que, inevitablemente, se apaga. Pero algo queda tras el cegador atisbo; ese cegador atisbo es la ruptura de la certeza. Así, ahora, la ambigua y un tanto morbosa labor de llevar un diario se me manifiesta como algo diferente, algo en el sentido de una exigente autenticidad. Como le ocurre a Castaneda, el narrador, la exigencia de esa impecabilidad me irrita al mismo tiempo que me arrebata. ¡Cojones! Ahí hay una posibilidad de expresarse más allá de las mariconadas narcisistas de Amiel. Ni yo ni Castaneda sabemos cómo puede ser. Escuchamos al nagual con el ceño fruncido, como el niño al que su maestro le explica las primeras nociones de álgebra –¿Representar cantidades concretas con letras? ¿Y qué mierda tienen que ver las letras con los números, profe?– “Los sucesos memorables del álbum del chamán son asuntos que aguantan la prueba del tiempo porque no tienen nada que ver con él, y, sin embargo, él está en medio de ellos. Siempre estará en medio de ellos, por lo que dure su vida y quizá algo más, aunque no de manera del todo personal.” Esos sucesos, tales historias, tienen “el toque oscuro de lo impersonal”. Al fin, tras hacer varios intentos, anécdotas interesantes pero que aún no llegaban a lo que don Juan exigía, Castaneda acierta, y cuenta la historia de las figuras ante un espejo. Es sorprendente, impactante y triste, “pero lo que la hace diferente y memorable es que nos afecta a cada uno de nosotros como seres humanos, no sólo a ti, como en tus otros cuentos”.
O sea, me digo, dubitativo, una narración que merezca la pena de ser incluida en el álbum de un guerrero está dotada de una intensidad especial. Como la poesía –esa especie de prosa exaltada–, y como las canciones de Robyn Hitchcok –“ Escribir canciones es mi modo de embotellar trozos de mi vida y almacenarlos, para saborearlos en el futuro”–. lo que escribamos en nuestro álbum es algo que trasciende el egoísmo y el tiempo: nosotros, como los demás, podremos saborear esos momentos en el futuro y en el presente.
¡Joder! ¡Es demasiado para seguir leyendo de un tirón! Hay que pararse, sentarse en el rincón de la meditación y ponerse a pensar. Sólo con la Introducción hay suficiente para meditar un buen rato. ¿No creéis?

El Universo y mis tripas

"Con todo, nueve de cada diez veces los representantes del Cielo pueden tomar a los muchachos de la Razón cuando llega el momento de aislar la mente, y hacer pruebas contra el miedo, pruebas contra las pruebas. Admitamos que Dios decide encarnarse en el año 0 d.C. en una familia de carpinteros de Judea, o que pasar información a unos comerciantes de camellos no es más absurdo que las bromas subatómicas de los bosones z.
Desde el descubrimiento de la civilización, cuando la gente perdió lo sabañones de la edad del hielo y una vez deecortezado el lenguaje refinado durante la era holocénica, ¿qué esta está ocurriendo?, ¿qué podemos hacer al respecto?
¿Somos algo más que trucos del polvo? ¿Primates de primera? Quiero decir que el universo parece ser una espantosa montaña de problemas para tratarse de una broma pesada.
Y nosotros, los jockeys de las ideas, ¿qué podemos ofrecer de todo nuestro largo exprimir de conceptos? Son los productos derivados de la filosofái, la matemática, la astronomía y la biología los que han cubierto algún terreno, los que han proporcionado cierto bienestar. La sabiduría nunca ha logrado extenderse más allá del lapso de una vida. Los hechos actúan como bolas de nieve. Tomemos 10 elevado a la 83 potencia. De acuerdo con los que llenan las bañeras, ese el número de electrones del universo. Supongamos que están equivocados, elevemos la cifra a 10 elevado a 100. Un ¡goool! ¿Puede el negocio producir una figura, un garabato tan poderoso, tan abarcador como ése? Tan verdadero. Tan bien formado. Pero tenemos más cómos de los que sabemos usar; nuestras colonias de porqués persisten vacías. Y si Zubiri tiene razón al afirmar que los profesionales de la física, los diseccionadores de pescados y los promotores de partículas no dejan metafísicamente sedientos, no puedo coincidir con él cuando afirma que los refrescos los proporciona el negocio.
(“Filosofía a mano armada”, Tibor Fischer, Tusquets, Barcelona, 2001, p. 139 y sg.)

Mientras copio estos interesantes pensamientos, con el simple y modesto propósito de conseguir agilidad para mis dedos – aspecto puramente mecánico del teclear–, “algo” en mí está pensando. Este “algo” que está pensando no es yo, pues yo no me reconozco en él. Piensa en cosas triviales, pequeños sucesos que me han acontecido recientemente, ayer o la semana anterior lo más tarde; piensa en personas: las trae a la mente, las enjuicia, valora lo que han hecho y dicho, calcula sus efectos a posteriori.
Las leyes de este “algo” que piensa, de este mecanismo de pensamiento trivial, están basadas principalmente en tópicos, lugares comunes de una inconsistencia filosófica atroz. O bien la trivilización de la filosofía operada por Tibor Fischer está consiguiendo su propósito, que no es otra cosa que cooperar a la estupizadación de la sociedad occidental para que, así, sea más fácilmente asimilada por los idiotas propios y de las otras culturas, o bien ese “algo” que piensa es el auténtico “pensasiero” que hay en mí, mi auténtico yo, mientras que el Yo con mayúscula, el enfático Yo Superior que gusta llamarse ‘Pensador’, no es más que una superestructura de bambú, precaria y frágil, alzada sobre el pantano para ver alzarse las míseres aves cotidianas de las cuales mi conciencia se alimenta.
Quizá lo más sensato será recurrir una vez más a las viejas categorías de la geología estratificada de Freud, tan elemental pero tan metafóricamente clara: el Inconsciente, el Preconsciente y el Conciente. Lo que piensa trivialmente por los márgenes de nuestra atención cuando realizamos una acción repetida y mecánica, aprovechando el plus de energía que queda sin gastar, no es otra cosa que el “preconsciente”, especie de atención mutilada: un mendigo en el umbral del templo del Inconsciente. Allí, sentado de espaldas al abismo, oye, como en el poema de Coleridge – ¡Y en medio de este tumulto, Kubla oyó, lejanas, / Ancestrales voces augurando guerra!–, el retumbar y el gruñir de los dinosaurios, pavorosos por su ferocidad y tamaño. no por la calidad de sus pensamientos,



Me acuden imágenes de la manifestación de ayer en Santa Coloma de Gramanet. Vecinos en contra de la utilización de un almacén como mezquita por los musulmanes de la zona. Al parecer, no reunía las condicciones necesarias, como el aislamiento sonoro, por ejemplo, en contra de las propias normas urbanísticas del ayuntamiento y las de La Generalitat. Amas de casa y sus maridos tocando cacerolas; no neonazis con cadenas y cruces gamadas. Insultos, empujones, etc. Las autoridades se hacen los longuis. Dejan que las cosas se resuelvan por sí mismas, encadenados por lo políticamente correcto en materia de religiones y culturas ajenas, apenas a un mes del final del Forum de las Culturas.
Los musulmanes, todos hombres vigorosos, en su mayoría jóvenes, hicieron una exhibición de sus rezos en plena calle. Su propósito es que la gente no apoye en el secretismo esotérico (tabú de asistir al culto para los “infieles”) la mítica idea de arengas integristas y aniquilación e infierno para los infieles, entre los que, por supuesto, también incluyen a la señá Roser, la vecina de enfrente, a su marido y hasta al mismo prsident Maragall.
Todos se ponen en pie y se arrodillan al mismo tiempo, y tocan el suelo con sus frentes, en esa posición un tanto morbosa, que en lugar de ensalzar la mente mirando al cielo, como hacen los cristianos, la humilla en contacto con la tierra. Una posición de yoga típica. Hace que la sangre acuda abundantemente al cerebro y lo adormezca suavemente, debido a la plétora líquida y a la dificultad añadida para acudir a los pulmones contraídos y regresar con su renovado cargamento de oxígeno. En esa posición, la razón analítica desaparece, y parece que uno piensa con el cuerpo en lugar de con las témporas. Sólo hay que repetir las palabras del rezo común para sentir la fuerza del todo colectivo, del “nosotros los fieles”, y, a partir de él, dar el salto a la vivencia de la Totalidad, nombrada Alá, Dios, God, Yahvé, Tao, Manitú, Camino, etc. Esa “sensación de eternidad; un sentimiento de algo sin límites ni barreras, en cierto modo “oceánico”, del que Romain Rolland escribe en carta a su amigo Freud, y que éste cita para rechazarlo en “El malestar en la cultura” (o. c., ps. 1 y 2).
Hay algo hermoso en esa aquiescencia compartida, en esos movimientos y ritmos de amplio trazado. Uno se siente impresionado por una fe tan poderosa e ingenua. No tienen que quemarse las meninges con los porqués a los que Tibor Fischer alude medio en serio, medio en tono nihilista.
Pero también nos meten miedo. Tanto ellos como sus oponentes, dotados de la misma poderosa y simple fe que sus históricos oponentes, los cruzados, de los que Ben Laden y sus locos hacen uso explícito. Como si no hubiesen pasdo mil años. Como si la Inquisición no hubiese sido disuelta. Como si no hubiésemos aprendido a expulsar el horror que se había inflitrado del Cristianismo. El horror impuesto por Simo de Monfort en Albi, por poner sólo un pequeño ejemplo. “En nombre del cristianismo se han vertido océanos de sangre”, como dijo el otro. Pero toda esa malda institucional no tenía que ver con el sublime mensaje de amor y perdón predicado por aquel profeta divino: se trataba, como todo el mundo sabe, de infiltraciones del Mal, filtraciones de la pertinaz lluvia en el techo del Arca.
Hay un miedo histórico, en lo que respecta a nosotros, “todos los españoles”, añadido al tópico que el inconsciente colectivo europeo nos presenta: la Reconquista, que duró ocho siglos. ¡Ochocientos años, nada menos! Y al final, cuando el dominio cristiano parecía haberse asentado, la rebelión de las Alpujarras, las incontables conjuras y colaboraciones con los piratas turcos y berberiscos. Hubo que expulsarlos, porque no se resignaban a convivir con los infieles, respetando a los que practicaban otras religiones que no fuesen la suya, en cuya verdad, “única, excluyente”, ellos creían sin vacilación permisible. Y toda la moda esa de la elaborada cultura musulmana, la leyenda de El Ándalus y la simpática permisividad de los moros. Es un invento romántico, los viajeros anglosajones y centroeuropeos, franceses y polacos, Jan Potacky, Washintong Irving y toda esa vaina. En los últimos decenios del siglo pasado, algunos profesores de historia andaluces,, resentidos por una prtendida marginación, animados por las tendencias “regionacionalistas” que se estaban poniendo de moda en España, aprovecharon lso últimos jirones de la Leyenda Negra antiespañolista para enaltecer el modelo árabe. Ahora, además, están obligando a quitar las referencias a la actuación decisiva de Santiago, real o imaginaria, enla batalla de Clavijo. Incluso consiguieron quitar las cabezas de moros del escudo de Aragón. Un poco vergonzoso, ¿no? La historia está ahí, y todo intento de borrarla o enmascararla conduce rápidamente a la idiotez galopante, la que se está haciendo dominante. (¿Será necesario que aluda a mi pasado comunista, mienbro del CC del PCE, luchador contra la dictadura en los años más peligrosos, para evitar que cualquer distraído que me lea por casualidad pueda pensar en mí como un obstinado reaccionario?) En fin, mi pensamiento se banaliza en torno de lo que, en una perspectiva orteguian podría ser denominado como “el tema de nuestro tiempo”. Corto, y sigo copiando a este autor, húngaro británico (casi como Conrad, ¿no?) del cual opino que es un nihilista más profundo que Houellebecq, y mucho más divertido.

“Uno puede luchar con ello hasta que su mente explota; es como tratar de levantar un valde dentro del cual uno está de pie.
Descubrimos”.

Aquél articulito que me solicitó Nando Alba hace como veinte años, para Papeles, la simpatica publicación semanal de Ramón Rodríguez, financiada por el ayuntamiento de Avilés. Miseria de la cultura oficial. Un intento meritorio pero mísero, en su acabado y sus resultados. Nada ha quedado de toda aquella elaborada cultura. El pueblo permanecía al margen, feliz e ignorando todos nuestros esfuerzos por llevar el arte a la calle. Si nadie va a ver tu obra, ni reconoce tus esfuerzos, se acaba bastante desmoralizado. Y eso fue lo que pasó: la gran Desmoralización produjo la gran Desmovilización. Sólo quedaron los que están, en virulenta lucha por el poder, cualquier pedacito del ricopastel: enjambre de moscas y otros insectos luchando denodadamente por comer la mayor porción que le fuese posible. Y todas esas macanas, que me niego a seguir contando, pues sólo sirve para alimentar el sentimiento de fracaso, y la culpa por haber estado, en el fondo, motivado por la vanidad. ¡A la mierda la vanidad! Tiene razón Tibor Fischer (Urna funeraria Pescador, ja, ja, ja, juego de palabras idiota, que me permito, sabiedo que jamás va a leer esto). “Todos los tópicos son verdades de las que estamos aburridos.” ¡Joder, tío, es genial Quizá sea hora de ponerse a aguardar a los bárbaros.

“Estoy sentado en este bar lleno de gente desgraciada, que se comporta como si fuera felíz. Afirmará (sic) que este momento es tan fuerte que podría cansar a la eternidad. La gente me dice que no lo haría. Quizá todo sea un gran truco. Quizá, de pronto, todo el mundo se volverá hacia mí y dirá: ¡Sorpresa, Eddie! Sólo estamos bromeando sobre tu condición de mortal. Sólo estamos poniendo una venda en los ojos de tu inmortalidad.

Siento mis tripas agitarse preñadas de gases eruptivos, borborigmos que mis sinestésicos oídos oyen, atentos al discurrir de la corriente oscura, stream of consciousness, monólogo interior de Molly Bloom, 0h, MadreTierra. Escucho con cierta desconfianza: no hay justificación suficiente para esa protesta; como las manifestaciones multitudinarias convocadas en contra del paro, de la guerra, etc., que nos ponían el alma en vilo y la mente en flat. No hallábamos justificación suficiente (la reconversión industrial ya había sido hecha, por lo que podían hacerla, y el asunto del cierre de los astilleros de Izar aún no había aparecido por el horizonte laboral) para la huelga nacional; a no ser, quizá, la politica partidista y la vehemencia de unos cuadros jóvenes ansiosos por acceder al poder, aunada a la vulgar, manida retórica de Aznar, cansino a fuerza de decir:

Cenizas kármicas


Quien así opinaba respecto a la totalidad, haciendo suya la fórmula einsteiniana de la energía en relación con la masa y la velocidad, era un hombre de unos solemnes cincuenta años y de no mal aspecto. No sólo su voz engolada, sino toda su actitud proclamaba la alta opinión que de su inteligencia y cultura poseía. Podría haber sido un catedrático progresista de tiempos de la República, de aquellos que, como Alejandro Casona, Josep Pla y otros intelectuales famosos, no tenían empacho de utilizar la popular boina para proteger su calva venerable del frío del invierno y del ardor de la canícula; y para compensar ese populismo, añadían a su atuendo un toque de elegancia, que podía consistir en una pajarita —detalle muy oxfordiano— o una simple corbata al cuello de la inmaculada camisa, complementando un buen terno, hecho de encargo, de colores generalmente discretos y con rayas.
Esto era precisamente lo que a nuestro engolado filósofo autodidacto le faltaba para fundamentar un indudable encanto, no exento de veneración: ese toque de elegancia y calidad, que el pueblo solía asociar a la "intelligentsia" con matiz reformista, cuando no claramente progresista o revolucionario. El filósofo, a quien a partir de ahora llamaremos por su nombre, Onésimo, nombre eminentemente redondo y esférico, que empieza con una ‘o’ y acaba en otra: dos sílabas, silbante y nasal, como un rebuzno, encerradas entre dos omegas, expresando así el fin y cumplimiento de toda perfección asnal. Mi suegra, la abuela María del Amor, que siempre estuvo dotada de una fina ironía, dio en llamarle Onesííísimo, poniendo en el esdrujulísimo la expresión de esa autoconfianza y autoveneración, cuyo exceso casi siempre resulta ingenuo y scómico.
Nuestro Onesísimo vestía, en el acto en que lo sorprendemos, pantalón de pana y chaqueta de mahón, con una camisa de rayas que, aunque limpia, se veía ya un poco sobada por las puntas del cuello y las mangas. Su gran cabeza calva, de senador romano, se ocultaba púdicamente bajo una boina en buen estado, la de los domingos y fiestas de guardar, que la otra, la de diario, a más de descolorida y percudida de verdoso musgo, mostraba lunares de pálida piel que resultaba inquietantemente obscena.
Y, sin embargo, había en él algo que impedía que mi sonrisa, mientras lo observaba, se hiciese mordaz. No podía por menos que reír interiormente, pero sin violencia ni filo, de la misma manera que se sonríe uno de la inteligencia de un niño, la cual, por insólita y asombrosa que resulte, ha de ser siempre inferior a la del adulto normal. Como si, de pronto, todo, desde la imagen que proyectaba hasta la ley de su razonamiento, se reconstituyese en un nivel superior de sabiduría, en el que no importaran los pequeños fallos: la vanidad, por ejemplo, la autosatisfacción expresa.
Este pecadillo, la vanidad, es, en el fondo como en la forma, venial, pues aparece como simple reflejo de un espíritu ingenuo y, por consiguiente, capaz de denunciar a su hermana mayor, la Soberbia, que pertenece al ámbito de lo demoniaco, y de la cual, por consiguiente, los humanos estamos exentos; aunque alguno, en determinadas circunstancias, a veces pretende poseerla. El querer ser malo, como el querer ser angélico, denuncia nuestra radical insuficiencia.
Así pues, Onesísimo, a pesar del irónico superlativo que la abuela Amor le había atribuido, resultaba insólitamente ingenuo, casi tierno, en cuanto uno pasaba de la superficie y el primer juicio adverso quedaba moderado por la certidumbre de su bondad esencial; bajo la cual, sin embargo, cuando, sin dejarnos engañar, proseguíamos implacables el análisis, descubríamos su radical egoísmo y malevolencia. ¡Vamos!, que, como casi todos, mostraba poseer una personalidad compleja en su variante homo.
En el ápice del discurso, cuando el flujo, en lugar de hacerle olvidarse de su yo, lo exaltaba a las cimas de la bienaventuranza, frotaba sus manos con delicia, curvaba sus labios en una extática semisonrisa y, mientras en las comisuras asomaba un poco de espumilla, sugeridora de una exhacerbación del gusto, alzaba los ojos al techo, quizá mirando la musa que le hacía correrse. Su voz, habitualmente ronca y rica en inflexiones, se quebraba en melodías pajariles. Uno esperaba estremecido, oyéndole y mirándole, que en cualquier momento apareciese ante él espejo-abismo en cual habría de ahogarse. Pero, nada, minuto a minuto, hora a hora, día a día, seguía desgranando el hilo de su complacencia sin miedo a la hybris.
Pero que las cosas no son como nosotros las creemos, a pesar de la prudencia habitual de nuestro conjeturar, lo demostraba el hecho de que Onesísimo resultaba ser un crítico agudo y, en ocasiones, lúcidamente amargo. Cuando, con su amigo Cesáreo, el de Ca’ Nolo, se sentaba a comer en el comedor de la casa de mis padres, los mercados en Prámara, ambos se pasaban la hora gratamente dedicados a criticar a sus convecinos de Sámara. Criticar es decir poco; despellejar es el término adecuado. Mi mujer, Lupe, mientras cocinaba, en los raros momentos en que no había apuro en la tienda, escuchaba, a través de la ventanilla del tabique de separación de la cocina y el comedor, la conversación de los dos críticos aldeanos. Una confusa mezcla de afectos no le impedía divertirse: interés, ya que la conversación trataba de personas conocidas, en su mayoría clientes de la tienda, que ella apreciaba; pero, a la vez, su pudor le hacia sentir vergüenza propia, por cuanto era consciente de estar espiando una conversación que no era para ser oída por ella, y vergüenza ajena por la increíble maldad y desconcertante hipocresía que ambos hombres exhibían ante ella; sin saberlo por supuesto. El asombro avivaba en mi esposa el fraudulento placer de escuchar tan agudos, ingeniosos y certeros comentarios; asombro, además, de comprobar que el conocido tópico, como tantos otros, se mostraba falso: los hombres eran unos murmuradores tan implacables como las mujeres, y a veces mucho más, como en el caso presente.
Y todo el tiempo –mientras les durase el vino en sus respectivas botellas–, mi buena Lupe oiría la risa nasal y malvada de Onesísimo, puntuando su estilo de pedante untuoso y clerical, risa gruesa, cantarina en sus inflexiones un tanto feminoides, que constrastaban con su tonalidad de bajo profundo. La risa de Cesáreo, el de Ca’.Nolo, más aguda y tontorrona, pero no más malvada, le hacía coro.
¿Deberíamos inferir de esto que Onesísimo era un hipócrita?
No, ni mucho menos. Ciertamente, había en él esa delectación en el mal ajeno, que no sólo mi madre había observado, sino todos los de la casa, además de sus vecinos y los clientes habituales de los domingos; y, no obstante, seguía manteniendo, tanto en el fondo como en la forma, esa extraña ingenuidad, o ambigüedad, no sé..., que nos hacía seguir confiando en él, incluso a pesar del miedo que se generaba en cada cual tras oír una de aquellas sesiones, tan bien descritas por Lupe como “crítica y nurmuración entre comadres malvadas”: .
Esa cierta cualidad infantil procedía, sin duda, de su apariencia física, grande, ampulosa y redondeada. Su carota sonriente exhibía su autosatisfacción de una forma harto natural, lo cual parecía excluir cualquier disimulo y turbiedad. Y, entonces, viéndole y oyéndole saludarnos con tanta prosopopeya y auténtica bonhomía, alegre y confiada, acabábamos concluyendo, para salvarle y a la vez para disculpar, así, nuestra blandura, nuestra injusta elección, que sólo era malvado cuando se hallaba en compañía de otros malvados. Tal ocurría, por ejemplo, en presencia del tal Cesáreo de Ca’.Nolo, una bestia ruin que extraía su menguada energía de la miseria ajena. Y cuando Onesísimo estaba en compañía de personas honestas, actuaba y se mostraba como hombre honestísimo.
Era como si, en esencia, el carácter de Onesísimo Redondo –así se apellidaba, noes broma– reposase, no sobre un firme subsuelo de valores éticos, sino sobre un suelo arenoso que aún conservara la húmeda y viscosa consistencia del pantano primigenio. Falta de personalidad llamarían algunos a este defecto; personalidad acomodaticia, otros; cobardía moral, algunos.
Esta carencia de estructura ósea, como en el caso del pulpo, pondría en coherencia las contradictorias percepciones de él que los demás aceptábamos: cuando se hallaba en presencia, cada uno veía en sus rasgos fluidos un reflejo de su propia personalidad, juzgándole, a partir de aquella instantánea y camaleónica acomodación, como a uno de los suyos.
La sorpresa surgía, matizando la contradicción así revelada, cuando, en un acto de espionaje, inconsciente, como era el caso de mi madre, era pura bondad, o voluntario, en la consciencia de los que recelaban de tanta simpatía, cuando uno descubría aquella otra personalidad cuya existencia ni siquiera sospechábamos.
¡Escúchale, ahí, sumergido en la impunidad del comedor despoblado, conversar con su canallesco amigo! ¡Con cuánta agudeza analiza los defectos de sus convecinos, diseca sus almas, devela sus actos más secretos, juzga y condena sin apelativo! ¡Cuánto placer extrae de la ignorancia, la miseria, la ridícula vanidad de las pobres gentes, que lo consideran, más que un buen vecino, un buen amigo, aquel cuya discreción y sabiduría lo presentan como el confidente ideal, el sabio aconsejador! Pero, ¿acaso es el mismo?, ¿el mismo Onesísimo Redondo, varón de la gran orden de la O?, ¿aquel dignísimo hombre a quien vemos, en los bancos de la misa dominical, darse golpes de pecho arrepentido de sus pecadillos, alzar los ojos a la bóveda de piedra como si, trascendiéndola, contemplase coros angélicos entonando loas al Señor, humillar la cerviz en el instante de la consagración y, finalmente, dar la paz a sus vecinos, a quienes, indudablemente, ama? ¿Es, acaso, el mismo divertido hombrón que coquetea sanamente con las señoras, exagerando sus cloqueos de gallina, alzando sus anchas manos y componiendo gestos feminoides, con ladeos de cabeza y miradas rasgadas a las vacas de las laderas, subrayando, con torpe palmada, el comentario pícaro de la señora a la que, en ese instante, parodia, no sabemos si consciente o inconscientemente? ¿Es posible que sea el mismo prócer que, en las reuniones del concejo, escucha y argumenta con firmeza y convincente profundidad? ¡No, no, no! ¡No puede ser el mismo! ¡Imposible!
Y para hacer soportable la contradicción, acabamos sancionando, irritados, su hipocresía fundamental. Enviamos a la atención una señal de . Lo cual no empece el que, cuando al domingo siguiente acuda a la tienda y se siente en el banco y mire en torno con sus grandes ojos bovinos y su sonrisa complacida, todos, tanto las mujeres y los hombres que se ajetrean ante el mostrador, como los que les servimos del lado de adentro, nos dejemos conquistar de nuevo. Mi hija Cuquín, que se inclina sobre el suave zumbido de la máquina de arreglar medias, observa de reojo al gazmoño Onesísimo, aguardando a alguna de sus divertidas entradas para soltar la risa cantarina, la juvenil frescura limpiadora de su carcajeo de plata. Mi esposa, Lupe, y nuestras hijas Flandria, la mayor, y Mara, la mediana, multiplican sus manos en un eficaz deseo de servir los pedidos de todos las clientes al mismo tiempo, que ya se aproxima la hora de la salida del autobús hacia las aldeas de la parte alta del concejo; también ellas atienden, a medias, a la voz pastosa y clerical del murmurador.
Onésísimo, tras sentarse en el banco con ostensibles movimientos de cadera, destinados a abrirse espacio, comienza preguntando a una de las mujeres más inocentes acerca de su vida y la de los suyos: Las risas ahogan la inútil protesta de la interpelada.
Yo, que sumo los precios de los artículos amontonados en el mostrador, con rapidez de contable, y anoto las deudas, con lápiz de carpintero para que sean indelebles, atiendo a su maliciosa exhibición disimulando una seriedad que no siento. Hasta mi hijo pequeño, Tonín, con su inteligencia endiablada, que a veces meten miedo sus ocurrencias filósoficas, casi nihilistas, casi optimistas revolucionarias, casi fantasmagóricas vampíricas, observa agudamente a Onesísimo: sospecho que lo estudia con la interesada curiosidad de ese científico loco, el doctor Moreau, de la novelita de Wells que anteayer le he sorprendido leyendo. Conjeturo que lo considera como a uno de aquellas bestias humanizadas: un monazo educado a base de consignas, látigo y hormonas, que él, en la figura del loco doctor, ha conseguido transformar en hombre de leyes. ¡El abogado y líder sindical de los infrahumanos, ja, ja, ja¡ Mas, en su fondo, subyaciendo a la fina capa de civilización, manifiesta en su luminosa sonrisa, permanece atenta la malévola y burlona bestia, presta, en cuanto nos demos la vuelta, a hacer muecas y cabriolas a nuestras espaldas.
Sí, no cabe duda: el conocimiento de sus defectos no empece para que nos congratulemos con la expectativa de su picante humor y salsa maricona. Que la risa es una de las más eficaces armas del diablo. Luego vendrá la hora del desprecio, que precede a la de la aniquilación.

Unos años después de su muerte, unos amigos, que regresaban a México tras fracasar la fábrica de pantalones que habían puesto en el polígono industrial de Otero, nos regalaron su perra Snautszer. (No sé bien cómo se escribe: uno de esos endiablados nombres centroeuropeos, o austrohúngaros, como el Swasernagger de los músculos, que uno tarda un lustro en aprender). Era negra como el demonio, bella y coqueta como la misma Lilith, cuya descendiente era; quiero decir que estaba llena de trucos y gazmoñerías mimosas, hábitos de los cuales mi esposa Lupe y yo no éramos responsables en absoluto, ni, creo, tampoco Manolo y su compañera, ambos serios y comedidos en la expresión de sus afectos.
Proserpina –nombre inquietante aunque apropiado, del cual tampoco nos hacíamos responsables– nos conquistó a la primera de cambio. Nos desconcertaba con las alternancias de su humor. Me seguía con la mirada tendida en el sofá de la sala, mostrándome el lomo y los ojos profundos y sesgados sobre su brazo, encogida sobre su ventre, como rehusando e invitando a un tiempo; me recordaba aquella mujer desnuda del canto XIX del Purgatorio, según la ilustración de Gustavo Doré que lo acompaña: Sin duda resulta exagerado comparar una perra con la sirena Circe; pero en algún lugar de la ciénaga de mi espíritu, la analogía no resultaba inadecuada. Otras veces, ladraba, sonreía torcidamente, susurraba frases incomprensibles en un tono bajo, profundo, perversamente femenino. Y cuando, tras una de esas incomprensibles parrafadas, me observaba, estudiando, sin duda, el efecto que su insidiosa propuesta me había causado, me recordaba a un gracioso niño de cuatro años, rubito él, hermoso como un querubín, que en una ocasión, tras dedicarle una sonrisa y algunos elogios, me propuso, así, de sopetón, que nos fuésemos ambos de putas. Entonces, tras sentir tan ambiguos afectos, me daban ganas de coger mi bastón de paseo y dar...me a mí mismo una tanda de palos, ¡por pendejo!
No sé cual de nosotros, si mi esposa Lupe, mis hijas Helena, Mara y Cuquín, mi amado científico loco, el doctor Tonín–Moreau, o yo, fue el primero que tuvo la ocurrencia de llamarla ¡Onensííísima!
Inquietante la teoría de las cenizas kármicas: Arrastramos la esencia de nuestro ser y comportamientos a través de las diversas formas en las que nos encarnamos según los decretos del karma. A lo largo del año cósmico. Hasta que una inflexión afortunada nos facilite la metamorfosis anhelada.

Pequeños rituales de magia parasimpática

He leído en Frazer –The golden bough– y releo en Borges –El arte narrativo y la magia (Discusión, O.C.)– un simpático ejemplo de magia parasimpática: Las mujeres estériles de Sumatra cuidaban un niño de madera y lo adornaban, con el mayor amor, para que su vientre fuera fecundo.
Nuestra perra Siva, hembra estéril, ejecuta un rito mágico semejante. Utiliza una madreña de la abuela Amor; la anciana, indignada con la hembra animal que instrumentaliza sus madreñas, para una función tan..., tan irreverente, suele escondérselas. En su defecto, selecciona un tocho de madera de tamaño y forma semejantes; se lo coloca apretadamente contra la ubres, a manera de cachorro, y le da de mamar. A tal extremo lleva su manía, que trae continuamente irritado su vientre y abultadas las ubres.
Cuando me acuclillo ante ella y le pregunto con ternura qué tal transcurre la lactancia, me mira con sus ojos tristes y alienta una vaga esperanza. Siento, emocionado, que está, de hecho, transmitiéndome un mensaje de frustración, algún tipo de plegaria no atendida. ¿Acaso somos, para nuestros animales domésticos, una especie de dioses, capaces, no sólo de atender a sus necesidades de mantenimiento, sino de satisfacer sus más profundos anhelos vitales? ¡Dios lo sabe!
Con el prudente moderador del humor, adelantaré esta hipótesis arriesgada:
La magia, como actitud ante la imposibilidad, es muy anterior, no sólo a la razón, sino al mismo homo sapiens y a los prehomínidos que lo precedieron. Se instala en la esfera del instinto, como una acción empírica procedente de la imitación. Como la imitación, se trata de un comportamiento animal, que nosotros, los humanos, hemos heredado. Pertenece, por tanto, a la esfera de la vida, a los animales; a ellos quizá con mayor fundamento.
La angustiada se llama Siva. La aculturización mitológica de su anterior dueño le ha prescrito un nombre tan inadecuado que no puedo evitar, cada vez que la nombro, una mueca irónica: quizá para evitar las consecuencias de la irreverencia, por muy alejado que ambos estemos, ella y yo, del ámbito de repercusión hindú y la influencia del terrible dios, Shiva, creador-destructor de la vida. Parece como si la pobre perra estéril, Siva, al practicar el mismo rito mágico que las mujeres estériles de Sumatra, instintivamente –la magia es instintiva, no perteneciente a la esfera de la razón calculadora, que escapaz de prever los efectos por hipótesis y de inducir una consecuencia universal a partir de series de resultados confirmados por la experiencia–, apuntase a dos propósitos fundamentales:
a/ Propiciar, por simpatía, la posesión del bebé-cachorro que anhela, ejecutando el acto que, después del embarazo y del parto, es el más propiamente maternal: la lactancia. La analogía entre el objeto y la criatura, trozo de madera de forma y tamaño adecuados y bebé-cachorro, es simplemente un trámite del ritual; lo fundamental es el simulacro: actuar como si, sentir como si, provocar la actitud anímica (¿El Conductismo como magia parasimpática?) correcta, de modo que las potencias encargadas de ello, movidas por la intensidad y la fidelidad, no del simulacro, que ellas saben que lo es –no se trata de engaño–, sino de la vibración espiritual exacta, les concedan el objeto real de su anhelo.
b/ Llamar la atención de las instancias superiores, o potencias divinas que pueden y deben conceder lo deseado. Así, el rito se constituye como plegaria y acto devocional. La oración, cuando llega a constituirse, como formula mágica, en la esfera del lenguaje ya maduro, sustituye a la acción mágica a manera de abstracción superadora. Salvando las distancias, para mi pobrecita Siva sería yo, su amo, su "señor", la poderosa instancia a la que invocar e impetrar; para las mujeres de Sumatra, de antes (la Antropología de la época de Frazer, como instrumento de observación, destruyendo el objeto de su estudio: hoy en día, tales creencias no existirán sino como reviviscencias vergonzantes), tales instancias serían dioses, conformados según las creencias de su propia cultura. Lo llamativo de tal vía implica un cierto grado de comicidad: si yo soy movido a la risa por lo grotesco de la analogía, con la cual mi "simpatía" –ternura, amor, conmiseración hacia el pobre animal doliente– es igualmente movilizada, ¿no cabe suponer que, en distinto grado, los dioses se ríen de lo grotesco de nuestros ritos propiciatorios? ¡Ah, la risa de los dioses nunca es destructora cuando está justamente propiciada! La acción adecuada depende de la actitud correcta: lo que vale es la intención.

He aquí, simplemente sugerida, sin pretensiones de cientificidad, una interesante conexión entre la magia homeopática y la religión: todo ritual es mágico, y todo rito mágico porta las funciones de queja y súplica.
De lo contrario, habría que inferir que la magia es atea
¿Habrá una magia atea, es decir, que no recurra a dioses ni a demonios? Basada en el causalismo; praxis meramente pragmática; acciones similares en la forma son iguales en la esencia; la actitud anímica propiciada mediante el rito es real, independientemente del simulacro; lo que importa es la creencia; mecanismo funcional que no requiere, en principio, una divinidad encarnada, sino la creencia en un poder superior, que puede hallarse disperso en la materia –panteísmo del mana– o concentrado en un ídolo –idolatría, teolatría–, etc.
Aparte de estas consideraciones, lo que me parece más interesante de la observación es la posibilidad de incluir acciones humanas y animales en el mismo marco. Lo cual ya está siendo hecho por la joven ciencia del comportamiento animal, rama de la psicología de la conducta: la etología.

Miércoles de ceniza

Como corresponde a la incitación mítica del cambio de fecha, pasado el Carnaval y entrado de golpe en la conmiseración de la Cuaresma, esta mañana me he levantado con el "No" exaltado. Pensamientos negativos saliendo al paso a todas las propuestas. En el nivel psicosomático, una migraña temporal y ese ominoso crujir de vértebras que nos advierte de la edad inexorable.
Suelo, en estos casos, aconsejado por Descartes en sus "Reglas para la dirección del espíritu", llamar al orden al misántropo nihilista, ese pequeño llorón que sigue lamentándose por los soportales de mi infancia. Rechazo sus manidas racionalizaciones cargadas de pasión; contrapongo sólidos argumentos del "Sí" a sus negaciones vitales. Pero mi voluntad actúa en el vacío, sin base; por eso, tras el corto silencio, la negación alza de nuevo su cabecita de medusa y se reafirma en cualquier aspecto trivial, como una niña reluctante y fastidiosa que reitera sus objeciones inesperadamente, rechazando, con lo particular de su limitada experiencia, a la Totalidad de la vida en su desplegarse. El No está apoyado en una realidad de su mismo signo: mi jaqueca matutina, la diarrea y la irritación de la hemorroide, que añade a mi conciencia ese matiz escatológico que los pitagóricos evitaban con una dieta sin alubias. Asimismo, la sombría inflexión que me produjo el Carnaval en Prámaro, un espectáculo degradado que, añadido a la inquietud que provoca el saberse al descubierto e inerme ante los ataques de cualquier zoquete adolescente, ex alumno al que quizá he regañado en alguna ocasión, me ha dejado un regusto de ceniza. En cuanto a la base psíquica subyacente, el descontento generalizado de la última época, el cual, momentáneamente, parece haberse concentrado en M. anoche, mientras regresábamos del carnaval en Prama, se lamentó de la situación laboral aquí; aproveché para arriesgar la sugerencia de Méjico. Fue tajante y negativa: la peligrosidad social, el miedo a las calles: nunca, nunca, nunca...
Cualquier propuesta que se le haga encuentra de frente el gallo loco de la negación. Al principio, creí que era una resistencia consolidada hacia mí –su padre, machista y represor–; ahora, pienso que no es conmigo sólo, sino con todos y contra todo, y que, o bien su decisión de negatividad es excluyente o bien sólo está dispuesta a aceptar aquellas alternativas de acción que a ella se le ocurran, en una neurótica búsqueda de originalidad individual y afirmación del yo. Luego, mientras nos desvestíamos, S me recriminó haberle hecho la sugerencia: conociéndola como la conocíamos, la única posibilidad de convencimiento quedaba de la mano de L, su tío.
Con el "No" atacando fuerte, esta mañana la hipótesis de que la negatividad de M es, como la mía, producto de la herencia genética se convierte casi en certeza: mi padre, el cojo; yo, el conejo orejudo; ella, la enana irritable y depresiva. No puedo recriminarle nada, pues ella es como yo en versión femenina; pero no puedo perdonarla mientras no me perdone a mí mismo, y no puedo perdonarme a mí mismo hasta que no pueda perdonar a mi padre.
Hubo un tiempo, cuando mis hijas eran pequeñas y estaban tan llenas de vida –eran tan audaces y alegres como pequeños piratas–, en que creí que el estigma no se había transmitido y que todo quedaba reducido a la pendencia irresoluble entre la sombra de mi padre y yo: esa lamentable novela familiar que ni siquiera sirve para escribir un mal cuento.
Por desgracia, ahora sé que no ha sido así. También sé que el "No" no suele actuar sobre el vacío –el espíritu nihilista no es nihilista, ja, ja; necesita algo en lo que fundamentarse–, sino sobre una realidad correspondiente. Son, pues, las circunstancias las que dan consistencia a sus negaciones, esas circunstancias que se resumen en la frase . Pero tales condiciones frustrantes no son consecuencia del azar, es decir, de la mala suerte, pues el "No” se arregla astutamente para convertir cualquier circunstancia positiva en adversa, cualquier bendición en condena. Y de nada vale acudir al conocido truco de invocar al diablo, aunque sea en nuestros más inconfesables sueños. Mefistófeles –esa parte del espíritu que siempre niega pero siempre afirma, pareja dialéctica de Fausto, el Descontento, el Inmoderado, que le vende su alma a cambio de la juventud– siempre acude, en mala hora. El trato en sí es una trampa de fullero: el pago por nuestra alma es algo que se nos debe a priori, ya que la juventud con que nos paga sólo es “una” repetición de “nuestra” juventud. Nietzsche lo explicitó de un modo terriblemente claro con su teoría del Círculo del Eterno Retorno; si hubiese vivido antes de Goethe, éste no habría podido escribir su gran obra, cosa que no podríamos lamentar pues no sabriamos que podría haber existido. Hay una llamada al terror en el famoso aforismo 341 de “La gaya ciencia”:
(G. S. 341)
El fracaso, concluyendo, también es una elección. Debemos esforzarnos en obtener triunfos continuamente, por pequeños que sean, pues sólo ellos mantendrán a raya al monstruo de la negación: al niño llorón y auto conmiserativo. Lo malo en nosotros, los portadores del estigma familiar, es que la tendencia al fraudulento gozo masoquista se halla hipertrofiada por el componente fáustico: de todos mis hijos, M es la que lo ostenta en mayor grado.
Para ella, como para mí, vendría bien este consejo: