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Los cuadernos del Aprendiz.

Ray Bradbury. "El enano".

La claridad en Ray Bradbury. Consideraciones en torno a su cuento, “El enano”.

En Bradbury, cada descripción, como si de un parte meteorológico se tratase, no supera las dos o tres frases. Frases precisas, exactas, medidas y pesadas. Esa minuciosidad de lupa hace que el aspecto del mundo, en el instante del acontecimiento narrado, se revele paradójicamente armónico, como un telón de fondo con un paisaje clásico en una obra de teatro del absurdo.
Provee al espectador de la vivencia de hallarse en otro mundo. La realidad absoluta engendra irrealidad: nos hace conscientes de la fantasmagoría de nuestro vivir; abre la conciencia al absurdo, despojándola momentáneamente de lo tranquilizador cotidiano, de lo acostumbrado tópico, lo que ya no necesitamos ver, sino reconocer, y la prepara para recibir la epojé ––el “despojo”, la exención de prejuicios acerca del mundo–, que aquí aparece como vestíbulo para la revelación, como una epifanía.
Ese estilo guarda relación con la esencia del hiperrealismo, que tan buen resultado le ha dado, para poner un ejemplo en la esfera de las artes plásticas, a Antonio López. Esa aguda vivencia de hiperrealidad siempre nos sorprende, como una revelación, como una epifanía.–Griego: la manifestación de la divinidad, (El 6 de enero, cuando la divinidad del niño y el acontecimiento, su nacimiento, fue revelada a los Magos); “cuando el alma del objeto más común se nos aparece radiante”(Stephen Dedalus); “el proceso mediante el cual un acontecimiento corriente o un tópico es transformado en una cosas de intemporal belleza (revelado) por la habilidad del escritor” (D. Lodge)–.
La causa, y su necesidad, sin duda se debe a que estamos acostumbrados a re–conocer los seres ya conocidos; cuando el artista nos los muestra en su inmediatez, en su manifestarse, nos los descubre como nuevos, obligándonos a ver más allá del velo de nuestra pereza cotidiana, esa neblinosa miopía tranquilizadora.
Por supuesto, no podríamos soportar la refulgencia de la epifanía en todos los momentos de nuestra vida. Lo mismo que ocurre con la memoria, que se disipa en su mayor parte para dejar espacio a lo nuevo posible, así ocurre con el sentido que nos hace percibir lo epifánico: necesitamos descansar en lo conocido habitual para que la apertura continuada del foco no nos abrase la mente. Sólo los niños, dotados de su entera energía, son capaces de vivir en plenitud lo siempre nuevo: todos los momentos son momentos álgidos para él; el mundo se les revela en su prístina inocencia.
La mayoría de nuestras vivencias has sido adquiridas en los primeros años. Luego, a medida que crecemos, la suma de conocimientos, de nombres, de ideas universales –en el sentido platónico–, o dicho de otro modo, de clichés mentales, nos permite descansar pero nos impide percibir el ser–en–si. Si, como hace el niño, pudiéramos ver un árbol en toda su unicidad, su irrepetibilidad, en lugar de re-conocerlo sobreponiéndole instantáneamente el cliché, la idea universal que le corresponde, El Árbol, entonces esa percepción prístina, como verdadera epifanía, nos permitiría vivenciar su esencia. Gozaríamos, entonces, el placer de toda revelación cumplida. Aunque, como cuando un ángel nos toma en sus brazos, ese poder acabaría abrasándonos si se prodigase más allá de lo que nuestra pobre mente puede soportar en un día.
En esto, aproximadamente, consiste el método desarrollado por Husserl y sus discípulos: la Fenomenología. Intentaban acceder a la esencia del ser, que de un modo natural se revela en la primera mirada del niño, cuando aún no ha sido formado el yo y cuando, por consiguiente, la diferencia entre yo / ello, dentro / fuera, conciencia / materia, todavía no ha sido consolidada: la membrana célular aún no se ha densificado en torno de esa pequeña vacuola psíquica que es el alma del bebe, apenas estructurda en torno de algunas matrices perinatales básicas (c. Stanislaw Grof, “El universo holotrópico”), recuerdo de sus vivencia oceánicas en el Universo Amniótico.
El punto de quiebra del método fenomenológico se encuentra en el “despojamiento”, la epojé: es un conato de obnubilar al yo, con todos las ideas y recuerdos que lo constituyen como anulando su función de intermediación y referencia. Para mí, el fenomenológico siempre me ha parecido, más que un método filosófico, más que una investigación “científica” en la esencia del ser, en el noúmeno kantiano, un método estético-poético. Serviría –y ya es mucho– para contemplar y plasmar artísticamente, en la totalidad yo / ello, los seres concretos, individuales, en toda su prístina refulgencia: holismo estético, podríamos denominarlo. De hecho, el placer estético, que nos gratifica cuando nos sobreviene una de tales revelaciones, una epifanía, tiene algo de religioso.
En menor grado, procede de la vivencia de la hierofanía: el revelarse de un dios, la súbita percepción de lo numinoso; se trata, evidentemente, de una facultad que hemos perdido, pero que, en los cien mil años anteriores, debió ser bastante frecuente, aunque nunca ordinaria: las últimas hierofanías admitidas por la Iglesia Católica, Lourdes y Fátima, datan de muy poco tiempo. En la hiperrealidad epifánica, lo que se manifiesta es la divinidad del ser, del ser centrado en su realidad, revelándose en toda su belleza. Por supuesto, soy consciente de lo confuso e incluso sincategoremático de estos conceptos; lo asumo, afirmando su utilidad en el campo artístico –la poesía, sobre todo-, no en el campo lógico-filosófico.
Plasmar esta revelación de lo que aparece como siempre único, divino en su hiperrealidad, es, ni más ni menos, lo que intentan los artistas auténticos de todos las épocas, fueran o no conscientes de ello. No cabe duda de que Ray Bradbury, como los grandes escritores y poetas, con mucha frecuencia lo consigue.

Método.
“Aimee se quedó detrás de Ralph, y sintió un temblor en el párpado derecho. Cruzó y descruzó los brazos.” (tempo interior; sujeto)
“Pasó un minuto.” (tiempo exterior)
“No se oían otros sonidos que los del océano debajo del muelle, la respiración de Ralph, el susurro de las cartas.” (Tiempo exterior; sonido; punto de vista: narrador)
“Había calor en el cielo, y nubes espesas. Lejos, sobre el mar, asomaban los relámpagos.” (Tiempo exterior, climático. Percepción de la tormenta, explícita: sensaciones: tacto –calor–, vista –nubes, mar, relámpagos–. oído –truenos, gruñidos de la tormenta-. Implícita: sonido –truenos–, olfato –olor a ozono, a maresía, a subterráneo-. Punto de vista: narrador.)
Descripción:
“El viento, ya caliente, ya frío, sopló a lo largo del muelle, trayendo un olor de lluvia.” (tiempo exterior: instante climático)
“Se oyó el tictac del reloj.” (tiempo exterior: la sucesión)
“Aimee comenzó a transpirar pesadamente mirando cómo los naipes se movían y movían.” (tempo interior, desde la perspectiva del narrador)
“A la distancia se oía el ruido de los proyectiles que daban en los blancos y los disparos de las pistolas en la galería.” (tempo exterior, sonido)

Estilo
Su estilo es clásico. No describe, narra. Como Homero y Heródoto y Chejov, no juzga ni analiza. Juzgar es medir las acciones y las intenciones según un baremo rígido: el código ético, bien se pretenda universal, bien sea un aglomerado de prejuicios del narrador Analizar es buscar las causas y movimientos psicológicos de los actantes, de manera que la acción se embaraza con la continuada referencia a los motivos, mecanismos y reflejos psicológicos que preceden y acompañan a la praxis.
Heródoto, según observa Walter Benjamin, no intenta explicar el psiquismo de los actantes, no se arroga la facultad divina de penetrar en el alma humana, de conocer y ver los movimientos internos del actante mejor que él mismo. Los afectos y movimientos del alma se manifiestan al exterior, se expresan mediante los movimientos y gestos del actor, en ocasiones, de gran efecto. Así, como cuando el faraón vencido por Cambises, Psaménito, mira estoicamente el desfile de las doncellas de la aristocracia convertidas en criadas, entre las cuales va su hija, y el desfile de los jóvenes nobles, encabezado por su hijo, hacia el lugar donde van a ser decapitados. Al ver pasar a un viejo compañero de farras, devenido mendigo miserable, el faraón reacciona con repentina congoja, dando gritos, derramando lágrimas, golpeándose. No es Herodoto el encargado de darnos las razones, sino el mismo actante. Intrigado por tan anómala reacción psicológica, el emperador persa envía un emisario a pedirle a Psaménito que la explique razonadamente; y éste le da una explicación verosímil y clara, que deja a Cambises asombrado, satisfecho de haber sido objeto de una revelación: algo que le hizo ver la compleja profundidad de los seres humanos.
De la misma forma, el buen narrador deja el juicio moral y el análisis psicológico al lector; aportándole, eso sí, las claves necesarias para que pueda hacerlo, como si tuviese una revelación o fuese sujeto de una epifanía en el instante de la lectura. Por supuesto, esto tiene validez plena en el cuento, en la narración corta y en la historia; no en la novela, ni, evidentemente, en la novela psicológica.
En el cuento que estamos leyemos, Bradbury no bucea en la conciencia de ninguno de los personajes que aparecen: el enano, que es escritor; Aimee, cuyo trabajo y relación con la feria no se explicita; Ralph, el dueño del Palacio de los espejos; el dueño del puesto de tiro, que, en el clímax, sale corriendo y les pregunta por el hombrecillo que le acaba de robar una pistola. Sus afectos y emociones se expresan mediante la gestualidad y el diálogo. Sus motivos sólo se revelan, para el lector, tras el desenlace.
Bradbury respeta a rajatabla el principio básico de no citar en ningún momento la palabra clave, en la que se concentra el leiv-motive. Consejo muy sensato de Stephen King: si se trata de “ese monstruo de ojos verdes”, no escribir la palabra ‘celos’; si de ambición, evitar cuidadosamente la palabra, etc. El motivo subyacente de esta narración, El enano, podría expresarse, aproximándonos a los epígrafes cervantinos, de este modo: “Donde se expone cómo el aspecto externo no constituye el ser, y cómo, tras una apariencia normal, con frecuencia se esconde un verdadero monstruo”. La consideración de monstruo, de subhumano, pasa, en una dramática transición, de lo exterior a lo interior, expresado por la conducta de los actantes y la progresiva toma de conciencia de Aimee.

Los actantes
El enano: pobre ser humano; según la mirada vulgar, que prima lo exterior sobre lo interior, podría ser considerado como el “monstruo” (el freak de la tradición cinematográfica norteamericana). Sufre su cuerpo disminuido, deforme. Abrumado por el sentimiento de inferioridad y la vivencia de irremisible diferencia, alimenta su autoestima contemplándose, durante media hora cada día, en el espejo deformador del Palacio de los Espejos; en su caso, el espejo es formador, pues forma o re-forma su figura tal como debería ser si el destino no fuese tan injusto con él. El espejo, al alargar su achaparrada imagen, le restituye su auténtica forma, la que corresponde a la grandeza de su alma, la que él ve cuando se mira interiormente: un joven y esbelto príncipe..

La chica, Aimee, de la cual el autor nos rehúsa cualquier etopeya, y nos permite sólo verla en los términos ideales, nebulosos, que su compasiva alma, tan grande en su empatía como en su capacidad de amar (su nombre, tomado del francés, “aimée”, amada, alude a ello), merece. Aimee, pues, trasciende las circunstancias externas, constituye una representación cabal, en el sórdido mundo degradado de nuestra época, el mundo crepuscular de los no vivos que Bradbury, quizá inspirándose en Swedenborg, retrata (cf. los fantasmas marcianos de su gran obra, Crónicas marcianas. Las referencias ideales, simbólicas que ella encarna en la narración son, aproximadamente, éstas:
la Daëna, encarnación divina de la amada, símbolo del principio femenino (el arquetipo ánima, según Jung);
la Virgen de los cristianos; aunque más bien como Espíritu Santo de la Trinidad que como Virgen María;
la Sofía de los gnósticos;
la Shekhina de los cabalistas.
(cf. Juan Eduardo Cirlot, Diccionario de Símbolos, Círculo de Lectores, Madrid, 1998)

Ralph Baughan, el dueño del Palacio de los Espejos, representa al antihéroe. Es un tipo cínico, de edad madura, marginado de la vida y condenado en el mundo ilusorio de sus espejos deformantes. Como nihilista, no cree en nada, ni ama nada. Tan sólo cree y ama, a su manera, a la joven Aimee; o, mejor, se deja influir por su aura amorosa, su irradiación de Daëna. Ralph es un condenado típico, al cual, sin saber por qué ni en virtud de qué méritos adquiridos, alguien le envía, con la gracia amorosa de la doncella, la oportunidad de redimirse.

El motivo de la “redención”
El cuento es, también, la narración de la oportunidad de redimirse, lamentablemente desaprovechada; lo cual constituye el núcleo de la tragedia según el inconsciente colectivo griego. Se inserta, también, en la tradición calvinista, componente esencial de la religiosidad americana, es decir, de su espíritu. Esa dureza del capitalismo anglosajón, que a los católicos con frecuencia nos resulta inexplicable y siempre antipática (excepto a los que son o aspiran a ser capitalistas, of course), procede de la filosofía subyacente: el puritanismo calvinista. La teoría de la gracia, que Calvino predicó con tanto éxito desde su púlpito de Ginebra, asegura taxativamente que sólo habrán de salvarse los predestinados, es decir, aquellos que a priori han recibido la gracia divina. Los demás, o sea, la mayoría de los humanos, se condenarán, y no importará lo que hagan para modificar esa predeterminación. Pero no es posible saber en esta vida si uno está salvado o condenado desde la eternidad, si dispone o no de la gracia santificante que le destinará al Cielo. El único indicio del que disponemos para saberlo es el logro, el “triunfo”, el éxito en cualquier campo, aunque siempre cuantificable en dinero, traducible en términos de triunfo económico. Quien no posea la gracia divina está condenado a vivir en el submundo de la marginación y el fracaso, esa especie de infierno, tal como Bradbury y otros grandes escritores americanos nos lo han descrito.
La feria de atracciones, con su atmósfera crepuscular, sus figuras atormentadas, deformadas, olores a subterráneo, borborigmos, truenos y ominosos relámpagos de la tormenta, que se aproxima, es una representación, más romántica que cabal, del mundo decaído. Tras el pecado original, Adán y Eva no fueron expulsados del Edén por el ángel con espada de fuego, como, simplificando, nos relata el Génesis. En la realidad posible, la gracia de Dios los abandonó, y el paraíso, que era Gaia, la Tierra, y la conciencia que de ella tenían, fue decayendo, corrompiéndose hasta convertirse en el infierno actual, la jungla de asfalto que nos muestra la novela negra y el thriller. Ésta parece ser la filosofía subyacente a la mayor parte de la literatura americana, y no sólo en la realista, sino, como vemos en Bradbury, también en la fantástica.
Pero en Ray Bradbury apunta un intento de redención, como el arco iris atisbado entre nubes tormentosas: la promesa, la esperanza de que es posible salvarse, –aquí aparece el pragmatismo americano, encargado de controlar la irremisible sanción calvinista–, siempre que se adopte la posición justa. Su teoría es, a la vez, pietista –lejos de la comodidad católica, que nos hace despreocupados e inconscientes: cualquiera puede salvarse en último extremo– y activa, pragmática. Sin duda esta especie de optimismo redentorista a inspirado el conductismo. Es como si se afirmase:
“Sí, hemos sido arrojados a un mundo degradado y, por ello, estamos condenados a sufrir la angustia; pero, puesto que lo único que nos cabe es la acción, la conducta, entonces lo que debemos hacer es adoptar consciente y libremente la posición correcta y trabajar en la dirección que ella nos señala. Despreocupémonoss del destino, de la gracia heredada; cada persona es hija y dueña de sus actos. “Absuélvete a ti mismo –aconseja Emerson–, y todos, hasta las instancias supremas, te absolverán.” Así, la maldad, que en esencia consiste en la amargura y el miedo provocados por el saberse/creerse condenado, se atenuará y acabará cediendo terreno al amor. Es esta dramática mezcla de pesimismo calvinista –llevado por los puritanos del Mayflower, como una sombra de condenación, de Escocia al Nuevo Edén, Virginia, el mundo virgen de los indios–, con la voluntad redentorista, es decir, la obstinada afirmación de que cada cual puede redimirse a sí mismo, lo que constituye el núcleo fundamental del espíritu norteamericano. La contradicción teológica, que no dialéctica, radica en su seno.
Incluso para los más hundidos, las gentes encanalladas, como Ralph; incluso para los sumidos en el autodesprecio, los hijos bastardos de Dios, desheredados hasta de su imagen humana, como el Enano, existe la redención. En uno u otro momento de sus vidas tienen la oportunidad de redimirse: desciende sobre su cabeza el aura, la gracia santificante, que harán suya sólo con dar un paso adelante y aceptar: ¡Sí!
Recuerda uno de esos cuentos, típicamente americanos, en los que un millonario extravagante se acerca a ti, miserable desclasado que vagas por las calles de Manhattan, y te entrega un cheque de un millón de dólares: fantasía reciclante que aún hoy, sospechamos, compartirán muchos ciudadanos en la nación más poderosa del mundo.
La oportunidad de redimirse, para Ralph, consiste en seguir la ruta de la piedad que Aimee les señala a ambos, a él y al enano, los polos de la redención en la epifanía. Siguiendo el amor desinteresado de la Daëna, Aimée, se descubre “el Paso del Noroeste” (otro de los mitos americanos), hacia el descubrimiento del “otro”, hacia la comprensión empática del hermano, cuya “extrañeza” fundamental aparece exacerbada por la acondroplasia. Ralph lo odia porque se odia a sí mismo: en él ve plasmado exteriormente su fracaso, su deformidad interna. El fracaso, esa otra categoría fundamental de la cultura americana, es la causa y productora de la deformación; todo fracasado se ve a sí mismo como un monstruo, y por ello desea destruirse y destruir al mundo. Así pues, Ralph espía al hombrecito cuando, creyéndose solo, danza y compone figuras ante el espejo, en el cuarto azul. Ralph es inteligente, con esa acre lucidez de los marginados, y comprende el morboso tipo de compensación que el pequeño obtiene al verse reflejado, alto y bello como el príncipe de sus sueños. Pero Ralph carece de la pietas; por ello, no es capaz de comprenderlo en su entraña, en su condición de alma desterrada que ambos comparten.
El amor de Aimée, pues, podría abrirle a Ralph las puertas a la empatía, y, a su través, tener la revelación de un espíritu sensible y una inteligencia y cultura extraordinarias –el Enano es escritor–. De este modo, al trascender la realidad del espejo deformante, accedería al nivel superior, a la pietas, es decir, al amor, que es el primer escalón y móvil para ascender al mundo de las esencias, tal como Platón lo describe,. Si Ralph Baughan, el cínico, el cruel –basura blanca del Sur–, el burlón nihilista, hubiese aceptado la propuesta de su Daëna, esa especie de ángel del suburbio que es Aimee, de salvar al pequeño consigo, sin duda se habría redimido a sí mismo y, consiguientemente, a toda la humanidad.
Pero Ralph estaba demasiado enfangado para aceptar esta senda hacia la redención. De hecho, no comprendió de qué iba el asunto. El enano, que danzaba y hacía reverencias y lanzaba besos al príncipe azul en que la alquimia del espejo metamorfoseaba su figura, le parecía, más que ridículo, grotesco y odioso. Para él, educado en la dureza de la lucha darwiniana por el triunfo –propia del capitalismo americano en todas sus fases–, entrenado, por consiguiente, para despreciar toda debilidad, incluso la suya propia, ningún impedido, físico o mental, merece otro tratamiento que el sarcasmo y el cruel maltrato, en secreta obediencia con la condenación divina, decretada para él desde la eternidad. Consecuentemente con esa Welstanchauung –conjunto de ideas, más o menos estructuradas, conscientes o no, recibidas en su mayor parte de la cultura en que se es nacido, que conforman una determinada “Visión del Mundo”, (aclaración sin duda innecesaria; perdonadme)–, Ralph interpretó la piedad de Aimee, su interés, admiración y compasión por el pequeño escritor, como un principio de amor terrenal, rebajando su instancia espiritual al único nivel que él era capaz de comprender. Sintió, pues, celos; su crueldad, que se contentaba con la burla y la risa escondidas, se transformó en instinto asesino y, retorciendo perversamente la treta redentora de Aimee –disponer para que le fuese entregado, anónimamente, uno de los espejos alargadores, de manera que pudiera disfrutarlo en su casa–, la convirtió en el arma del crimen. El enano fue, pues, aniquilado.
En la secuencia final, mientras la víctima huye por la feria, decidido a suicidarse con la pistola recién robada, ambos, Aimee y Ralp, ven el reflejo de éste en uno de sus espejos deformante: en el trágico horror de la revelación, ambos comprenden que él, Ralph, es el verdadero monstruo.
El sordo retumbar del trueno sobre el mar alegoriza el gruñir del Leviatán satánico, que se apresta a devorarlos, a él y a su víctima, el pobre pequeño, que renuncia a su lucha por una dignidad que le es cruelmente denegada.
Evidentemente, también para el Enano la condenación se cierra irremisiblemente. Su suicidio anunciado señala el punto final de la narración y de su fuga a través del absurdo de la vida. “¡No hay redención para mí!” Lo trágico de esta huida siempre nos conmueve en lo más profundo, por más frecuente que en la realidad se nos aparezca.
Es lícito preguntarse qué tipo de redención piensa el autor para el acondroplásico protagonista, perdedor por antonomasia. No es posible, en el estado actual de la ciencia, mejorar genéticamente su cuerpo; ayer noche, precisamente, vi, en la tres, creo, un episodio de una serie fantástica, Dark Angel, en que la heroína, especie de bella y graciosa Superwoman, ha sido “mejorada genéticamente” (sic). Tampoco es posible, en términos del relato, hacer que el Enano sea trasplantado en otro cuerpo normal –su espíritu, su alma, ese yo en vías de redención. Por consiguiente, lo único que el autor, Ray Bradbury, le propone, es aceptarse a sí mismo con precarias escapadas a la ilusión, y abrirse al amor, aunque éste sólo sea el espiritual que Aimee-Daëna está dispuesta a brindarle. Ésta es la única redención que el narrador divino pone al alcance de su personaje, su hijo atormentado.


A modo de disculpa
Resulta un poco cruel aludir al estoicismo de la condición irremediable, y casi sarcástico traer a colación ese tipo de consolaciones “cristianas”, que casi todas las religiones aportan al “desdichado”: pero, más allá de la mera consolación, de la posible gratificación futura, existe una verdad psicológica que es preciso desenterrar.
En el umbral de toda forma de salvación-redención, resuena el imperativo del “redímete a ti mismo” emersoniano. Emerson, como sus compañeros, los filósofos transcendentalistas de Nueva Inglaterra, sabía que toda idea es transcendida por otras ideas, y que por debajo y encima, por delante y detrás, cada idea, cada categoría, cada palabra es atravesada, fecundada y modificada por las otras, que la circundan, las cuales, a su vez, son transcendidas igualmente.
Esto significa que no existe ninguna idea, consciente o inconsciente, que sea inocente. Todas remiten al sistema en que se encuentran más a gusto, su Welstanchauun., Arrastran a la luz de la conciencia –o a la penumbra del preconsciente– su particular dialéctica: condenación/redención.
La visión del mundo occidental está infiltrada de los sombríos tonos pesimistas de la condenación bíblica. Como diría Jung: en el corazón de nuestro Inconsciente Colectivo vive y corroe la Culpa –por la transgresión del tabú de comer del Árbol de la Ciencia, por el asesinato del padre y su devoración ritual (Freud, “Totem y tabú”), etc.–; abundan en nuestra cultura las referencias: “el gusano en la rosa”, de Blake; “la serpiente en la hierba”, etc. La Culpa es despertada por la risa de “El Despreciativo” (cf. Stephen R. Donaldson, “Las crónicas de Thomas Covenant, el Leproso”); huye a través de las grietas que el desprecio / autodesprecio abre en las paredes de su infierno. “¡Miserable! Tú, que has matado a Dios, ¿cómo te atreves a alzar tu voz en la asamblea de los espíritus sin mancha!”

Algunas consideraciones, posíblemente útiles
Siendo yo también un filósofo transcendentalista, he ido arrimando el ascua a mi sardina en este apresurado ensayo, sugerido no tanto por el cuento de Bradbury, a fin de cuentas una obra menor, como por la condición anímica de las pequeñas personas, acondroplásicas o no, a las que la tradición ha llamado ‘enanos’ (en la literatura casi siempre han sido presentado como sombríos y perversos, cuando no decididamente crueles, o marginados barrenadores de minas). A esto es a lo que algunas asociaciones están intentando poner remedio, en beneficio de los pobres niños, que, en el futuro, si no se remedía este tipo de ideas (nódulos complejos de ideas-imágenes, determinados supersticiosa y culturalmente), estarán condenados a la indignidad, al fracaso en el sentido darwiniano, tal como aparece en el citado cuento.
Expreso así mi convicción de que la vida espiritual, en su maravillosa complejidad, como la vida en su totalidad, constituye una red en la que viven, se autogeneran y mutan entes de toda condición –ángeles y demonios, nobles y viles, bellos y feos, arquetipos de la luz o de la sombra, etc.–, de modo tal que todos se combaten, se alían y separan, siempre en busca del poder de la Palabra; tal vez a eso se refería Shopenhauer con el nombre de ‘Voluntad’, y que posteriormente Nietzsche precisó como ‘Voluntad de Poder’. En cada obra literaria, en cada plasmación artística humana, subyacen tales “nódulos de ideas”, constituyendo su fundamento más o menos consciente. El estudio de la Welstanchauung subyacente a un texto literario, que pertenece tanto a su autor como a la cultura que lo cobija, me parece, al menos, tan importante como el análisis de su técnica y del efecto que las circunstancias particulares de su vida, la historia del autor, ha decidido en su carácter y gusto.
Con este humilde trabajo contribuyo, creo, un poquito, a reclamar la dignidad humana para los “enanos”. El mismo tratamiento respetuoso que los otros disminuidos físicos y psíquicos han conseguido en nuestros tiempos civilizados, es decir “lo políticamente correcto”, es lo que todos tenemos que reclamar y conseguir para las personas pequeñas. Habría que empezar por buscarles un nombre nuevo, libre de connotaciones peyorativas, que intensifique su dignidad sin arrebatarles la gracia posible, y lo suficientemente eufónico para ser aceptado por el pueblo. Algo como willow, olmo, quérube o querubín... Que su alma y espíritu y todas sus potencias tienen la misma estatura de todos los humanos, prescindiendo del tamaño de su cuerpo; y que los hijos de Willow también se van al cielo. Esto es lo que tiene que quedar reflejado en su nombre común y en el espejo del pensamiento, el suyo y el de todos los humanos. Amen.

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