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Los cuadernos del Aprendiz.

¿Volviendo a lo mismo?

¡Ah, qué cansado estoy de lo inaccesible, que debe ser de todos modos acontecimiento! ¡Ay, que cansado estoy de los poetas!
Nietzsche

–Salvo rarísimas excepciones, los hombres no son algo realmente logrado. Somos esbozos de hombre, no hombres; y no existe ningún camino común que conduzca de un estado a otro.
–”La vida es una prueba. Ser, es diferente”, afirmaba Gurdjieff..
–¿Dónde está tu punto permanente?
–“No podía comprometer mi nombre en este asunto porque, en realidad, no poseía un nombre. Dicho de otra forma, yo tenía mil yo en movimiento, pero ningún Yo mayúsculo. ¿Se puede tener un nombre? cuando veía mi nombre en un libro, en una librería o en un diario, experimentaba siempre el sentimiento de ser el cómplice de una impostura, y mis ojos no tropezaban con él sin que yo sintiera un malestar. Esto dura todavía, y en la mayoría de los caso considero como muy opacos a los hombres que se alegran de ver su nombre públicamente expuesto y que lo pronuncian sin temblar un poco; a aquellos que no experimentan, en esos casos, un sentimiento de impostura.”
Frases extraídas, un poco al azar, de “Gurdjieff”, de Louis Pauwels, Hachette, Buenos Aires, cap. IV. De la 1ª edición en francés, Editions. de Seuil, 1963)

Las personas de mi generación conocieron a Louis Pauwels gracias a la lectura de aquel “bestseller” que, en la década de los sesenta –la del “mayo francés”, ¿recordáis?–, contribuyó a romper la cáscara de nuez del marxismo dogmático, abriendo nuestra pequeño cerebro a la posibilidad de ciertas aventuras espirituales, prohibidas terminantemente por esa iglesia intransigente. Era tabú citar las palabras ‘espíritu’, ‘alma’ y demás fantasmas. Martha Harcknecker velaba en plan Papisa por la pureza de la doctrina: Todo es materia; el mundo se despliega sobre los dos raíles: el Materialismo Dialéctico y el Materialismo Histórico. “Eppure si muove”, protestábamos débilmente.
Hoy, traído a mi mano por uno de esos misteriosos azares de que hablaba “el famoso mistagogo Gurdjieff, el hombre que había traído de oriente un método para matar el Yo, para volver a ser uno mismo, y para poseer la tierra: el señor del priorato de Avon, a cuyos pies Catherine Mansfield, en el límite del sufrimiento, vino a acostarse y morir” (palabras de François Mauriac), se abrió en mi mano el viejo libro, olvidado en lo más oscuro de mis estanterías. Lo releo, lo leo de nuevo. Su enseñanza se ha borrado de mi memoria; mas, como hojas amarillas que el paso de sucesivos otoños casi ha disgregado, esas ideas permanecen al vuelo de mi mente, mezcladas, negadas, incorporadas a otras, atraídas y rechazadas por los vórtices que incesantemente rompen y rehacen la trama del espíritu. Resulta ingenuo, a estas alturas, demandar un cambio de personalidad que convoque al Yo-Permanente, durable y sólido en medio del océano. El yo, cualquier yo, no pasa de ser una estructura temporal construida con materiales deleznables. Y, sin embargo, leo, y cada narración está protagonizada y coprotagonizada por yo distintos, que se buscan, se devoran, se rechazan se destruyen, copulan, danzan como las polillas en el ara estelar. “El hombre sin atributos” es, probablemente, la última de las grandes novelas escrita.

¿A qué se refiere Pauwels cuando acepta implícitamente discurrir en el seno de esta contradicción, que engendra el vacío? Asegura no poseer un yo permanente, al cual referir su praxis como a un punto central, sólido, inmutable. Se siente a sí mismo, cada vez que toma conciencia de su ser, como alguien diferente, uno de los cien yo que lo conforman, pero nunca como ese Yo con mayúscula en el cual reconocerse como sí-mismo. Mas luego, cuando alude a la vivencia de impostura que sobreviene al hombre sincero al ver su nombre citado, ensalzado, por tanto, en la asamblea de las voluntades que conjuntan la Res Pública, asegura “yo siento un malestar”. ¿Cuál de esos cien o mil yo es quien padece la sensación de malestar?
Cuando algún alimento me hace daño y mi estómago se rebela, negándose a darle paso, me envía una señal de malestar que yo interpreto inmediatamente. No es posible la duda; es más, sería dañoso para mí –este ‘mí’ denota la totalidad de yo, es decir, yo-cuerpo y yo-espíritu, o yo-mente– dudar en tales circunstancias. Lo que debo hacer es poner remedio, si puedo, a la situación mala, o permitir que mis reflejos, la náusea, por ejemplo, lo remedien. Igual ocurría cuando, en mi infancia, era maltratado: el sufrimiento afectaba a la totalidad de mi-ser en el mundo. Todavía hoy, cuando recuerdo alguna de aquellas situaciones de maltrato, el malestar pone las cosas en su sitio y sólo un yo reclama el protagonismo en el drama.
Es, entonces, el yo-sufriente, el yo-en-agonía, quien se revela como el centro siempre reconocible, siempre él mismo. Pero, ¿debemos asignar a este yo doliente la misión de centralizar todo el ser?
No, por supuesto; sería demasiado miserable ese nuestro ser-total; carente de valor, como el ser de una babosa; mejor sería, en tal caso, desearle la inconsciencia de sí mismo, cuando no la aniquilación definitiva mediante el pisotón redentor. Y, sin embargo, ¿qué es el hombre bajo la mirada de un Dios? ¿Esa breve quintaesencia del polvo? Apenas una babosa incapaz de apartarse a tiempo del sendero por donde el Dios pisa, o el caracol que ha de devorar el águila. Decididamente, me atrae más la doctrina vitalista de Nietzsche que la compungida y misógina extravagancia de Kierkegaard, tan necesitado de un Dios que lo crea, aunque esa imagen sea racionalmente intolerable. Mas vale reír y cantar que llorar y lamentarse, aunque a todos, inevitablemente, nos alcance la sombra en la hora del lobo.

Cuando soy arrebatado por la cólera, todo mi ser se siente comprometido por las terribles acciones de ese yo-loco. Cuando él se hace cargo del timón de la nave, es porque, se supone, la nave se halla a merced de la tormenta y se requieren acciones excepcionales, tan arrebatadoras como las ráfagas del huracán. Parece la respuesta de nuestra naturaleza, que nos ordena salvarnos fueren cuales fueran las condiciones, a la locura de la naturaleza en torno: una parte del dios loco ruge y se enfrenta al gran Dios Loco, que intenta aniquilarnos sin apenas vernos. El instinto es, cuando las circunstancias están justificadas, más lógico que la misma lógica: es la lógica del corazón que toca a rebato. En ese momento de peligro, el loco apartado de la sociedad se hace cargo de la dirección de la ciudad entera, y acaudilla a los hombres en la batalla.
¿Deberemos, por ello, considerarlo el centro de ese Yo integrado por el que nos interrogamos? Evidentemente, ¡no! Cuando la batalla ha terminado con el triunfo, los bárbaros han sido rechazados, sus naves destruidas en Salamina y el lejano imperio humillado para otro ciclo histórico, todos aclaman la paz perpetua; por eso se apresuran a encadenar de nuevo al guerrero loco que los ha conducido eficazmente en la batalla: honores, la corona de laurel, un poco de riqueza, algunas putas jóvenes para calentar su lecho de anciano. Lo miramos con la benevolente desconfianza que el yo-tempestuoso, arrebatado hijo de Ares, por el momento domeñado, requiere: no vaya a ser que nos arrebate en otra estúpida aventura en defensa de alguna patria mítica o de alguno de esos fantasmas que tan bien justifican nuestra vesania. Dejémosle embriagarse, refocilarse en su pequeña orgía; sustitutiva de la de la sangre; que cace por los oscuros bosques el jabalí de ensangrentado colmillo, tan feroz como él. Nosotros, los pequeños yo cotidianos, sólo deseamos labrar nuestros campos en paz, cuidar nuestros rebaños, ofrendar a los Dioses pacíficas ofrendas campesinas, para que Ellos nos correspondan con la parte de la creación continua por la que velan.
¿Y qué ocurre cuando Eros, distendido el arco ya, mira con sutil sonrisa la flecha que acaba de atravesarnos el corazón? La clara visión, sin contrastes excesivos de luz y sombra, como es lo habitual en nuestros días de tranquilo laboreo, se nubla de repente y el mundo se transforma a nuestros ojos. Los limpios perfiles de antes, acribillados por la luz excesiva, se quiebran ahora en inestables facetas de refulgencia. Todo se revela, de súbito, en la epifanía del mediodía, como el reino de la creación; bajo el dominio exclusivo de la especie, que reclama su derecho a dirigirnos hacia la mitad necesaria, el otro / otra con quien compartiremos la misión de traer nuevas criaturas al mundo. Nos sentimos sacudidos por el anhelo y el placer, cuando el ansia se ve colmada y la copulación, la batalla de las sábanas, se realiza con éxito. El amor nos arrebata hacia su particular locura. ¿Cómo, si no existiese esa dominación de algo que nos trasciende, aceptaríamos la torpe misión de traer hijos a este mundo absurdo, donde el sufrimiento superado no constituye acumulación de méritos para salvarnos de la muerte irremediable, ni para asegurarnos cualquier paraíso? El absurdo, tal como Sartre lo precisa, no es sino la admisión de esta derrota inevitable, y la decisión de jugar la partida a pesar de todo.
Sí, el amor es necesario, cuando en la gloria de la tarde el sol de la vida nos penetra e inunda y la refulgencia brota por las junturas de nuestro espíritu trascendido, de igual modo que las hormonas sexuales, que bullen alegremente en el juvenil río de la sangre, se manifiestan con aroma y refulgencia inolvidables la vivencia de estar en contacto con lo divino. Por un tiempo, el ángel nos ha tomado en sus manos sin quemarnos; por un instante, las puertas de ese paraíso posible se han entreabierto a nuestra visión. Pero, ¿tendremos que admitir a ese yo-amoroso, el verraco alucinado, como el núcleo en torno del cual nuestro ser auténtico ha de re-integrarse?
Por supuesto, ese estado es bello, llena de sentido nuestras vidas, y sus resultados, ciertos, son necesarios para la supervivencia de la especie, que somos nosotros mismos en la dimensión perdurable; y no hay otra. Pero consentir que el estado de excepción se constituya como el núcleo de lo que fluye, además de que resultaría agotador, pues todo mecanismo necesita el descanso para renovarse, sería una forzada intención de poeta y seductor; dicho de otro modo, se trataría de ser, a un mismo tiempo, poeta inspirado y Don Juan incansable, inasequible a los insidiosos avances de la melancolía. No, creemos que el amor es un estado temporal, y está bien que así sea. Tras su gentil y arrebatador paso, la persona amada se transmuta en la persona querida con quien, quizás, hemos tenido hijos y con quien, en el ahora normal, compartimos la vida.

Así podríamos seguir descartando, por eliminación, a todos y cada uno de esos yo a los que no sólo Pauwels, sino los poetas, místicos y pensadores de todos los tiempos, que tomaron conciencia de sí para intentar deducir qué cosa es y cómo y dónde hallar su propio Yo; es decir, esa imagen, o estructura de imágenes, juicios y opiniones más o menos consolidadas que responde y se moviliza, según sus modos particulares, cada vez que decimos ‘yo’. Recordemos al endemoniado que se decía ‘Legión’: “Llamadme Legión, pues somos muchos los que malvivimos en este reducido espacio”. (L. 8,26-39. Mt. 8,28-34. Mc. 5,1-20)
Lo único que nos corresponde inferir de todo esto, por consiguiente, es la trivial verdad de que no existe un solo yo, sino muchos,. y que debemos aceptar esa fluencia, irritante y frustrante en sí misma. “Soy Legión”. No podemos cambiar, a pesar de que siempre estemos intentándolo. Lo intentamos apasionadamente en la juventud, que es entonces cuando la exigencia respecto a nuestra minusvalía angélica se hace más difícil de soportar. ¿Qué significa, por tanto, ‘cambiar’ en ese contexto de muchos que se alternan en la dirección de nuestro espíritu, y que con frecuencia luchan a muerte por el poder? Nada. No queda sino dejarse fluir y procurar no perder del todo el sentido común cuando seamos arrebatados, raptados por uno cualquiera de los yo-pánicos, de los yo-orgiásticos, pues bacantes somos y en la estela de Pan podemos encontrarnos.

Y, sin embargo, tenemos la impresión de que, en determinados momentos, instantes de especial serenidad, podemos sentir un yo diferente de los otros. Así ocurre en la meditación trascendental de los budistas; también se consigue tal estado de lúcida serenidad mediante la repetición de un mantra,. En la interioridad sosegada, ese Yo, con mayúscula, parece manifestarse, en su modesta majestad, como una parte de la esencia divina, el noúmeno kantiano.
OM MANI PADME HUM, OM MANI PADME HUM, OM MANI PADME HUM... Este es el famoso mantra de la Joya en el Loto. Mani = Joya, Padme = Loto). Om y Hum son sonidos dotados de un poder sobrenatural; su resonancia provoca vibraciones, internas y externas, capaces de conseguirnos la concentración en el Yo superior y, por consiguiente, el desapego respecto a los demás yo, ligados a intereses parciales. Este desapego es la única liberación que nos es dable conseguir en este mundo. Démonos por satisfecho si podemos lograrlo, aunque sólo sea en parte.

Resumiendo, Pauwels actúa con toda legalidad al anhelar una revelación, que no un cambio, de este tipo. Parece haberla alcanzado, en su tiempo, merced a las enseñanzas y métodos de Gurdjieff. Al fin y a la postre, la búsqueda de la liberación interior es una de las pocas aventuras que aún nos es posible disfrutar a cada uno de nosotros, humanos comunes, en este mundo trivializado, y sin duda la más hermosa. El intento, se logre o no, siempre nos engrandece. No confiaremos en ningún humano, hombre o mujer, que no lo haya intentado. Sonreiremos con ironía ante sus pretensiones de superioridad intelectual y moral. Le negaremos el título de escritor, filósofo, sacerdote o poeta. Esa íntima odisea subyace en toda las grandes obras de la literatura universal. El héroe –cada uno de nosotros– sale en busca del tesoro que su alma anhela; pero, tras haber recorrido el piélago durante los diez años de rigor, regresa al hogar, donde Penélope, símbolo del ánima, le aguarda, tejiendo su telar interminable, para reanudar las bodas místicas. “La joya estaba en el loto”, concluimos. Om Mani Padme Hum. ¡Gloria a Dios en las profundidades de mi corazón y a todas las criaturas en su cielo! Es ahí donde, en último término, debemos buscarla, buscarnos.

4 comentarios

estefanía -

paién e sierto

Tristán Fagot -

:-(
Pero cada texto de estos es igual en extensión a un mes y pico de los de los demás blogs...

estefanía -

hace un mes exactamente que leí este post. Y me paso a diario. El ritmo de actualización de este blog no es frenético....

Tristán Fagot -

Yo, tomé conciencia de ese yo múltiple, lellendo "Dune", novela en la que los seres superiores hablan con todos los yo que fueron, que pudieron ser, que son, e intentan controlarlos